Menos mal que la trama ha estallado en el Ramsés, que si llega a estallar en el Richelieu lo llevamos claro. En estos momentos estaría medio Madrid bajo el edredón en decúbito supino intentando recordar quién es ese señor al que abraza en la foto o qué pasó aquel jueves de junio en el que no tenía pensando salir, pero que acabó como acabó. A veces pienso que hay que salir con caja negra. Y con un relator. Porque a ver cómo le explicas a tu madre que a ese tipo que te invitó a un par de gintónics hace dos años no le conocías de nada pese a que, en efecto, terminarais la noche con la corbata en la frente jurando que «hay que repetir, hay que repetir». Pero es que Madrid es así, una comida constante, una cena que no termina, un móvil con ofertas infinitas que te acaban poniendo sin querer en compañía del amigo de un amigo y que hace que termines cenando con el compañero de mili de uno que, al final, no ha podido venir. Hay cierto caos e improvisación en el Madrid de las cenitas, pero es lo que tienen las ciudades abiertas. Se lo digo yo, que vengo de una que no lo es. Y, por ello, me pregunto cómo lo harán los demás, cómo se organizarán para vivir así, para ver todas las películas, todos los conciertos, para no perderse un homenaje ni una fiesta sorpresa, para acudir a todos los compromisos sociales, conferencias, a cada presentación de libro, a todas las comidas y a todas las cenas. Y, además de eso, a trabajar. Yo no doy para más, qué quieren que les diga. «Tal vez sea la edad, tal vez la kriptonita», que decía Krahe.

Los de provincias –aunque la provincia sea, como la mía, capital de un imperio– no estamos acostumbrados a este ritmo de eventos, a esta cadencia de etapa rompe piernas. Y no, no sé escribir con el móvil por la calle, así que a caminar para poder escribir sentado y bajo techo. Pero me puede el lumpen y siempre que camino a la deriva acabo en los mismos lugares y solo es cuestión de tiempo que acabe diciendo que sí a una cena y abrazando de nuevo a alguien. Y ahora vivo con pánico por si alguna vez he comido con un peligroso delincuente o me he tomado una caña con quien no debía y soy, sin saberlo, parte de una trama internacional. Creo que, a partir de ahora, antes de sentarnos a la mesa en el Varela, hay que intercambiar certificado de penales, estatuto de limpieza de sangre, bula papal, escudo de armas, sentencia de divorcio, libro de familia, prueba de paternidad, análisis de sangre, tacómetro, el genoma secuenciado, una oración a san Judas Tadeo y una foto de Morante. Por si acaso. Ya decía mi abuela que «uno nunca sabe para quién se viste», como queriendo decir que no sabes dónde vas a acabar. Si levantara la cabeza hoy diría que lo que uno no sabe bien es para quién se desviste, que lo mismo empiezas en el Ramsés ‘de tranqui’ y acabas en calcetines derrocando un gobierno. Mi abuela diría que lo importante ahí es que los calcetines no tengan agujeros. Y la muda siempre limpia. Tanto como la conciencia. Y a cenar.

(Esta columna se publicó originalmente en ABC el 6 de marzo de 2023. Disponible haciendo clic aquí).

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