Llevo varios años sin encender la tele. No se trata de una apuesta ni de una promesa, no pretendo batir un récord ni aparecer en el Guinness, así que, el día que me apetezca, volveré a encenderla y ya está. Aunque, en realidad, esto no es del todo cierto ya que, de modo muy puntual, veo alguna serie o algún partido de fútbol. Así que, en realidad, quizá lo más correcto sea decir que llevo varios años sin ver la televisión convencional. No he visto en mi vida ni un segundo de Pasapalabra, de El Hormiguero o de uno de esos ‘talent show’ de niños que cantan o de famosos que cocinan. No veo a tertulianos fanatizados y abiertamente fraudulentos. Simplemente me borro, no me interesa, me apeo voluntariamente de la contaminación y de la basura. Del mismo modo y por el mismo motivo, mi presencia en redes sociales no solo es anecdótica sino, sobre todo, instrumental: yo las utilizo a ellas, no ellas a mí.

«¿Y qué hace usted entonces, buen hombre?». Pues fundamentalmente trabajo. Y cuando termino de trabajar, estoy con mi hija, le pregunto la lección, y, como el resto del mundo, cocino para mañana y pongo lavadoras, aunque no sé lo que es el ciclo corto y no quiero aprenderlo. También leo todos los libros que puedo y me voy a la cama a las diez y media porque tengo muchísimo sueño y no contemplo la opción de torturarme manteniéndome despierto para ver gilipolleces. Y si no estoy con mi hija, aprovecho para comer o cenar con alguien, para hacer lo que tenga que hacer en Madrid, para ver exposiciones, ir a conciertos o simplemente tomar unas cervezas con mis amigos. Fin. Esa es mi vida.

Y soy muy feliz. Gran parte de los problemas mentales de nuestra sociedad surgen de percibir el mundo como la televisión y el algoritmo de las redes sociales quieren que lo percibamos. Pero esa percepción es falsa, se lo aseguro. El mundo es otra cosa mucho mejor y cada uno ha de vivir su experiencia personal, su realidad genuina y estar expuesto a aquello que pueda captar a través de sus sentidos, de modo directo. Con leer todos los días un periódico y escuchar la radio un rato estará usted mucho mejor informado que cualquiera de los que se pasan el día consumiendo ‘fake news’ y basura ideológica de derechas o de izquierdas, que no sé cual es peor. Y, además, se dará el gustazo de volver a su vida real, esa que dejamos en pausa el día que llegó el móvil.

Nuestro cerebro no está preparado ni diseñado para vivir en una realidad paralela donde todos los días consumamos toda la mierda del mundo porque, como Malcom McDowel en ‘La naranja mecánica’, acabaremos convertidos en hedonistas, en sádicos y en sociópatas por haber decidido libremente exponernos a miles de escenas y mensajes violentos con los ojos artificialmente abiertos. No hay que prestar atención a todas las tonterías que nos mandan todos los friquis enganchados a las redes, a Whatsapp o a la tele de este país. Por más que vivamos rodeados de gente fanatizada no hace falta librar ninguna batalla cultural ni vivir aterrados por el encuentro con el otro. Solo respetarnos y aprender a convivir. Hay que renunciar a los ‘zascas’ macarras porque, en caso contrario, caemos en el riesgo de normalizarlo y de creer que lo normal es eso y no su contrario, es decir, leer, escuchar música, ser amable, dar abrazos, callar discretamente. He visto a gente buena perder la cabeza por culpa de Twitter y a las mejores cabezas destruidas por sesgos interesados. 

Hay que volver a vivir la vida desde la experiencia física, viendo la realidad genuina a través de los sentidos y entregándonos a la observación del entorno en el que naturalmente nos movemos. Mirar a los ojos de la gente, negarse a ser manipulados y volver a la aspiración de ser cada día más refinados, más cultos y más libres. Es decir, la verdadera revolución es respetarse de nuevo. Y solo después de eso veremos que, aunque el resto sean más, jamás podrán aspirar a ser mejores.

(Esta columna se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 13 de abril de 2023. Disponible haciendo clic aquí).

Anuncio publicitario