Decía Belmonte que se torea y se entusiasma al público del mismo modo que se ama o se enamora: por virtud de una secreta fuente de energía espiritual que tiene su origen en lo más hondo del ser. Y es inútil esforzarse: en el amor y en el arte, la voluntad no tiene nada que decir. El mismo proceso oculto e irracional que hace que te enamores de una mujer y no de otra es el que hace que un torero te llegue y traspase el alma o no lo haga. Y ya no sé qué es peor, si la soledad del que se sabe el único en sentir algo o la del que no siente absolutamente nada cuando, alrededor, la plaza estalla de emoción.

A mí Roca Rey no me gusta. Le respeto, como respeto a todos los que se juegan la vida delante de un toro, valoro su contribución y no cuestiono su entrega. Pero no me dice nada y, además, no puedo hacer nada para evitarlo, como no puedo hacer nada para amar a una mujer a la que no amo. Sé que lo intenta, pero, lamentablemente, el arte no es de quien lo trabaja y le llega a quien le llega. Y no es su caso. Una cosa es torear y otra pegar pases y cada tanda que le veo tiene como objetivo que la maquinita del fervor programado toque a rebato masivo y ordene emoción general en los tendidos. Pero torear es otra cosa. Cuando un torero torea de verdad no hace falta la maquinita del fervor porque el arte brota de dentro hacia fuera y no al revés; surge de lo más hondo, se rompe el ‘ole’ en el camino del corazón a la garganta. Eso es torear. Pegar pases es otra cosa. Una cosa es jugarse la bragueta como medio para expresar tu arte y otra es jugarte la bragueta porque no tienes arte que proponer.

Roca tiene valor, entrega y raza, pero se pone en lugares donde es imposible torear con belleza. Aunque me temo que la belleza no es su búsqueda ni la de su público, como tampoco lo es el arte o el sentimiento caro. Es un torero poderoso, somete al animal de una manera impresionante, pero su ritmo parece más el de un videojuego que el de una faena real. En mi opinión carece de pellizco, acumula pases como si las orejas se dieran a los puntos, busca la verticalidad de la endorfina, abusa de alardes de plaza de pueblo y es un empacho de cortisol. Pero no es eso. Hay una diferencia entre la belleza y la cosmética, entre la verdad y sus reflejos. El tremendismo requiere mártires, pero el arte requiere artistas. Y yo no recibo ningún tipo de transmisión, debe ser el empacho de propaganda que vende como extraordinarias y antológicas todas sus actuaciones, sean como sean, de antemano y con un conformismo preocupante.

Escribo esto a sabiendas de que estoy atentando contra el canon de la corrección, contra la verdad absoluta y contra la doctrina ‘llenaplazas’, Pero, en cambio, a favor de un modo de ver los toros y la vida. Lo lamento, pero no siento nada. Soy consciente de que, probablemente, el problema sea mío, pero yo quiero ver a un artista de verdad, con el mentón clavado al pecho, bajando la mano y rompiéndose con el toro en un misterio. Y, el resto, no me interesa.

(Esta columna se publicó originalmente en ABC el 17 de junio de 2023. Disponible haciendo clic aquí).