Son las doce y media de la noche de un jueves de abril. En Madrid ya no hace frío –nunca lo hace–, pero aún no ha llegado el calor de mayo, ese calor de terraza castiza que te explota en la frente como un gladiolo. En la glorieta de Quevedo hay un supermercado abierto veinticuatro horas y algunos días paro a coger un sándwich cuando salgo de la radio. Hoy es uno de esos días. Hay algo triste en comprar a estas horas, pero sé que el exceso de adrenalina no me va a dejar dormir. Y no he cenado. Un supermercado de noche es un lugar extraño, muy alejado del ajetreo de la mañana y convertido a la vez en centro logístico, en aeropuerto de ciudad secundaria y en punto de encuentro de ‘riders’. A pesar de todo, es tranquilo. Eso tiene la tristeza, que siempre es tranquila. En los pasillos hay jóvenes borrachos, turistas buscando cosas que no logro descifrar y mozos de almacén empujando enormes carritos llenos de cajas vacías, como ‘homeless’ de interior. También está Franklin, un mulato caribeño con el pelo corto y un carrito en cuyo interior asoma la cabeza un niño pequeño, muy pequeño, no sé la edad exacta, lo suficientemente mayor como para sostenerse solo y lo suficientemente pequeño para no enterarse de lo que sucede.

(Este es el primer párrafo de un texto que se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 28 de abril de 2024. Al ser contenido premium, solo puede ser leído íntegramente aquí).