dia

«No nos perdemos una, ¿eh?». «¡Cómo ibas el otro día!». Esas frases son las palabras mágicas que abren las puertas de mi odio. Esas frases -acompañadas normalmente de una palmadita en el hombro o de una sonrisa cínica- son las que deben servirte para detectar que te encuentras ante un paleto, bocazas y maleducado. Ante un interesante ejemplar de mediocre envidioso y resentido, ante una pieza única del museo del mamarrachismo más vulgar que sirve de recreo a esta peste de fracasados, amargados y gregarios.

El otro día te vio a las cinco de la mañana. Hoy –dos meses después- te ha vuelto a ver a las cinco de la mañana. Da exactamente igual que entre medias hayas salvado a un niño de morir devorado por pirañas en el Amazonas, jugándote la vida para ello ante la admiración de los presentes, que acabaron coreando tu nombre exigiendo que te dieran las llaves de la ciudad en un homenaje institucional al que asistió hasta el Secretario General de la ONU, que fue -por cierto- quien inauguró la estatua ecuestre que te han dedicado y que preside a partir de ese momento la plaza mayor de esa ciudad. Da igual.

Da igual que te hayan dado el Premio Nobel de Medicina. Da igual que hayas recorrido medio mundo para encontrarte con un ser querido, superando cientos de adversidades en el camino incluyendo una semana en una cárcel turca, o que hayas ganado para tu empresa un concurso al que optaban los trescientos mejores del mundo, imponiéndose así tu talento al del resto de la humanidad. Da igual que te hayas doctorado cum laude en física nuclear o que hayas ganado un juicio complicadísimo al mismísimo estado de Israel. No tiene importancia que hayas recibido el Premio Nacional de Teatro por tu magistral obra que -según la crítica- supone un antes y un después en el modo de entender la dramaturgia contemporánea, o que tu esfuerzo haya sido recompensado con un ascenso a Consejero Delegado de Coca Cola para Europa y Oriente Medio. Da igual que tus hijos hayan superado gracias a tu inspirada participación una operación a vida o muerte siendo el único caso en la historia en el que se consigue. Da igual que seas un agente de la CIA que acaba de desactivar un atentado a escala planetaria que habría supuesto miles de muertos o que el estreno en Londres de tu última ópera haya puesto de acuerdo a la prensa mundial en que eres el prodigio musical de la década.

Da igual. Ese desgraciado te vio a las cinco de la mañana hace quince días en el mismo lugar en el que estás ahora y da exactamente igual lo que haya pasado entre medias, porque en su vida no ha pasado absolutamente nada. Nunca entenderá lo que has logrado, porque ni si quiera ha podido soñar con lograr en toda su vida lo que logramos nosotros en media tarde de un jueves, porque cree que todos somos iguales y que por lo tanto tú eres como él –es decir, un excremento-, porque le importa una mierda todo lo que no sea echar la culpa a los demás de su rotundo fracaso vital y porque en su vida no ha pasado ni pasará jamás nada que no sea un lodazal infecto de miseria.

Él cree que somos unos mierdas como él por el mero hecho de coexistir en la dualidad espacio/tiempo de ese bar y por el mero hecho de conocerte. Y por supuesto, nunca sabrá ni por ti ni por mí que no eres quien él cree que eres. Nunca le dirás que no se encuentra en lo cierto. Regodearte de tus éxitos, hablar de ti mismo o de tus brillantes puntos de vista –a los que has llegado tras mucho estudio mientras este miserable veía la tele- es de muy mal gusto. Sobre todo si tus brillantes puntos de vista no lo son tanto. Nada es tan peligroso como la arrogancia que da el éxito a quien sólo ha tenido uno.

Tú no saques el curriculum a pasear, no te exhibas. Eso se lo dejamos a los cuñados en la comida de tu cumpleaños, a las verduleras histéricas cuando compran ropa cara y a los ganaderos tras cobrar la PAC. Tú calla, déjale hacer el ridículo, sonríe y págale la copa, que encima va a pensar que te ha engañado y que es un genio y tú un ingenuo. Déjale que bucee en su fango, a ver si de una de estas da la cara como batracio. Déjale que te eche en cara que sales –según su cualificada e influyente opinión- más de la cuenta, tunante. Gambitero. Golfo. Porque nuestras copas, para ser plenas, necesitan no sólo de una vida intensa, heroica y coherente sino también de estos personajes de fin de semana haciendo su papel de figurantes para recordarnos quienes somos, y por extensión, quienes no queremos ser.

Anuncio publicitario