2014-04-29 12.49.27

Al lugar al que nos dirigimos no se llega paseando. No se puede ir de visita ni hay posada provisional en la que quedarse por un tiempo. A ese lugar sólo se puede ir para siempre. No hay camino de vuelta y los senderos de los caminantes que llegaron antes que nosotros están ya ocultos bajo el tiempo. El lugar al que vamos no está en los mapas ni puede ser visto a través de otros ojos.

Al lugar al que vamos no se va a descansar, no es un lugar idílico ni tampoco amable. El lugar al que vamos no es un destino voluntario; si te diriges a él es porque el lugar te ha elegido a ti y te sigue eligiendo. No sabemos bien dónde está y está bien que así sea, pero sí que sabemos que este camino llega hasta ese lugar. El propio camino nos hará saber cuándo hemos llegado al lugar al que vamos. Y si nunca llegáramos vivos, el lugar al que vamos estará donde esté el último de nosotros buscándolo.

A veces parece que el camino no lleva a ninguna parte; otras veces lo percibes con forma laberíntica, y puede que así sea, porque el lugar al que vamos se mueve de modo libre mientras tú libremente te mueves en su busca. No sólo le buscas tú a él sino que él te busca a ti y te exige correcciones constantes sobre la marcha hasta que llegues a olvidarte del itinerario, del ritmo y del paso que es conveniente llevar. Hasta que olvides el proceso y olvides el propio camino. No hay descanso en la meta porque tampoco hay meta. No hay recompensas por llegar porque el propio camino es la promesa, y seguir es la única obra. Puede que ni siquiera esa obra signifique nada; ojalá que así sea, porque en ese caso sería la única obra digna que se habría concluido jamás.

Estamos en marcha hacia el lugar que quiere ser conquistado. Es el instinto el que marca la pulsión que te atrae hacia ese lugar, que existe, que está en ninguna parte y que puede estar en todas. Vamos a hacer el camino mientras llegamos, y no podemos detenernos por si acaso nosotros somos el camino o el propio camino quiere llegar hacia nosotros. No pararemos. Tal vez eso implicara que perdemos el tiempo, como vulgares pensadores. Algunos de los que van al lugar al que vamos han muerto en el camino, y a esos los apartamos sin darles si quiera entierro para que sean pasto de los buitres y de la noche. Otros nacen de nosotros mientras tanto y con ellos proseguimos la marcha. No hay descanso para llegar a ese lugar. Ni hay diversiones para hacer el camino más llevadero. Al que canta lo matamos para que no nos distraiga del maravilloso sonido de la nada y al que se detiene para proponer un juego lo pisamos y lo pasamos por encima por traidor y por cobarde.

Al lugar al que vamos no se va por curiosidad. No se va a buscar ni a encontrar. Ni el lugar quiere exploradores ni tampoco el camino deja paso a los que intentan buscar la belleza; a esos también los echamos porque quieren vivir a la vez la locura del camino y la placidez del lugar que abandonaron para venir. Son esclavos de si mismos, por lo que nunca podrán dejar de serlo. Se llaman a si mismos artistas, y por eso sabemos que no lo son. No conocen el fanatismo ni la arrogancia de ser uno mismo. No quieren brillar por la valentía de ser, sino por la debilidad que denota querer que otro vea su luz. ¡Como si alguien pudiera verla! ¡Como si alguien pudiera entender algo!

No hay atajos, ni puentes, ni túneles para sortear los problemas que surgen en el camino hacia ese lugar. Y si encontramos un problema seguimos directos hasta que el problema se aparte o mate a la mitad de los que nos dirigimos al lugar al que vamos. Tampoco queremos manualistas acerca de este camino, ni consejeros. A esos los abandonamos hasta que ellos se pongan de acuerdo y se convenzan unos a otros de la táctica más inteligente para no hacer nada mientras se insultan y critican unos a otros. Al fuego o al desprecio también con ellos.

A este lugar se va solo y si alguien más viene, se pone delante o detrás o encima o debajo, pero nunca a un lado. Vamos solos, rodeados de figurantes. Sin los figurantes no sabríamos que sí que somos, porque no nos veríamos en el espejo de los ojos de otro y, por lo tanto, o no existiríamos o ya existiríamos del todo y no habría camino. Por eso somos solitarios, porque si habláramos y nos alabáramos no caminaríamos y nos olvidaríamos del lugar al que vamos, nos olvidaríamos que no sabemos cual es el lugar entre los murmullos, los susurros y las influencias. Vamos solos, con tapones en los oídos, mirando sólo adelante. Si nos miráramos, nos reconoceríamos y entonces dudaríamos de nuestra propia soledad, lo que es sin duda la mas terrible locura: aquella que te hace creer que no estas solo y -por lo tanto- que no estás en el camino hacia la mas completa soledad: la soledad de ser por fin tú mismo. Allí, en el lugar al que vamos.

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