Quiero reivindicar los bares de viejos, el vino de la casa, las latas de sardinas, la sopa de cocido, el orujo de hierbas, las mujeres con arrugas, los hombres con canas, cenar con la tele apagada, llegar antes de las diez y acostarse antes de las once. Quiero reivindicar la boina, el mus, la nochebuena en familia y la conga de Jalisco.
Quiero reivindicar el exquisito gusto del que se emborracha a lo tonto, el que viaja sin hacer fotos, las bodas de oro, las cartas manuscritas, los amigos de la infancia, el Pucela de Cantatore, la quinta del Buitre, el museo del Prado, el Escorial, las lentejas, los paseos por el campo, la niebla congelada, el cambio de estación, la vuelta al cole, el synth-pop de los ochenta y a Mónica Bellucci.
Quiero reivindicar los refranes, las predicciones meteorológicas, las siestas de verano, las peleas por pagar la ronda, los baúles de los recuerdos, la gente que lee el periódico, la vida con niños y con abuelos, la gente que deja colarse a las ancianas en el súper, el rock and roll, la carne, el whisky, los antibióticos y las vacunas.
Quiero reivindicar las cocinas con radios encendidas, las compras antes de rebajas, los libros de viajes, las zapatillas de estar en casa, las pelis del oeste y los rebaños de ovejas. Quiero reivindicar a la gente con curros de mierda, a las madres que no compiten, a los padres acojonados, a los curas de pueblo, a los toreros de salón y a las folclóricas fracasadas.
En definitiva, y por no extenderme más, reivindico el enorme lujo y atrevimiento de caer mal a los idiotas que cada día tenemos que sufrir en silencio. Ya empieza a hacer falta.