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El pasado sábado era el Día internacional de los museos, y decidí aprovecharlo entero, fuera de casa desde temprano, de museo en bar y de bar en museo, con Heredera de la mano. Es un día increíble para disfrutar a la vez de familia, amigos, ciudad y cultura. Un lujazo, en estos tiempos, poder tener tanta cosa buena junta. Bajamos a desayunar chocolate y churros, como siempre que hay algo importante… y Heredera estaba feliz. Ella es una gran artista, una sensibilidad mayúscula en formato minúsculo, una gigante intelectual, -y si no, al tiempo- y estaba feliz porque iba a ir a un taller para niños de 4 a 8 años llamado: ¿Qué es una exposición? donde le contarían…pues eso, qué es una expo, por qué, cómo y esas cosas, supongo. A ella solo le preocupaba que no “le diera timidez” y que su padre estuviera fuera esperando cuando acabara. Todo ok.

El chocolate estaba más caliente de lo previsto –que ya es decir- y llegamos al taller de la Sala de La Pasión a las 10:38, es decir, ocho minutos después de que teóricamente diera comienzo. Ocho minutos son un instante para una niña, pero una eternidad para la persona que en la sala me dijo que no, que aquello comenzaba a las 10:30. Le dije que tenía razón pero que teniendo en cuenta que el taller duraba una hora y media, quizá ocho minutos no supusieran demasiado problema. Ella me dijo que no había ido nadie más al taller, a lo que respondí que más a mi favor, que en ese caso, si nadie más había acudido, no pasaría nada por comenzar ocho minutos tarde. A nadie perturbaba mi imperdonable retraso. La persona me respondió que no, que aquello comenzaba a las 10:30 y que a las 10:30 no había nadie por lo que el taller se había cancelado. La niña se quedó sin taller por ocho minutos de retraso. Retraso, me temo, que no solo mío…

De esta historia lo que más me preocupa no es el desprecio a mí y a mi hija por parte de las personas que decidieron privarnos del taller por semejante gilipollez. Tampoco es la jeta de esa señora, su pereza, su vagancia, su mala predisposición, su escasa vocación para enseñar a niños o –en el caso de que cumpliera órdenes de alguien- el cachondeo de la institución hacia el ciudadano, su pasotismo, su talante de mierda. Tampoco es la escasa empatía lo que más me preocupa –hay maneras y maneras- ni la cara de cactus con la que la “formadora” nos miró, o la escasez de explicaciones a una niña que iba feliz a soñar con Van Gogh y se encontró con Van Gaal haciendo una la declaración de la renta. No.

Lo que más me aterra de esta historia es que no hubiera nadie más. Que ningún padre llevara a sus hijos a aprender qué es una exposición. Que ningún padre más en todo Valladolid decidiera llevar a su hijo a este taller, a este aprendizaje –por otra parte gratuito-, a que su hijo pasara una mañana diferente que –quién sabe- quizá su hijo jamás olvidaría. Eso es lo que me aterra. Que luego se nos llene la boca con la Cultura, con los supuestos recortes, con gilipolleces acerca una supuesta élite política que quiere a ciudadanos borregos, incultos y lerdos en lugar de a hombres y mujeres cultos cuando el taller estaba vacío, esa es la realidad, esa es la cruda realidad. Aparte de que la organización resultó ser pésima y que algunos estamos en el medio de un sandwich de negligencia por parte de la masa y de las instituciones, solo hay un hecho indiscutible en esta historia: aquí a nadie le interesa una mierda la cultura y ni un padre ni una madre quiso llevar a sus hijos al taller. Supongo que estarían muy ocupados haciendo escraches, jugandose la vida en las calles por la cultura y llenando las bibliotecas. No se me pasa por la cabeza que estuvieran tocándose los cojones. No. Estarían todos leyendo a Dostoievski. Yo, por supuesto, asumí mi responsabilidad, me fustigué por haber pensado en un solo momento que el estado podría enseñar algo a mi hija, agarré a Heredera y le enseñé qué es una expo, por qué, cómo y esas cosas. La niña lo disfrutó mucho, y mis amigos y yo, también. No tenemos tiempo para hacer pancartas contras los recortes en la Cultura, eso se lo dejamos a los de siempre, a los que se llaman a si mismos «los de la Cultura», a los profesionales del saqueo, a los llorones. Nosotros no tenemos tiempo para eso. Estamos demasiado ocupados escribiendo libros, publicando discos, estrenando obras de teatro y, por supuesto, yendo a museos.

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