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Escribir es escuchar a tus amigos decir que no eres tan mal escritor, que a lo mejor –en ese momento- puede que estés incluso entre los quince mejores del bar. Qué hijos de puta. No pasa nada, escribir es reír el último. Escribir es reventar la conversación cuando se pone insufrible. Escribir es tocar los cojones. Escribir es, a veces, convertirse en un personaje que dice que no a todo, no al matrimonio, no al divorcio, no a la felicidad, no al amor desgraciado (ese que te revienta por dentro), no al amor pastoril (ese que te ventila por fuera), no a la fruta de temporada, no a la luz natural, no al prestigio. No al dinero y no a la pobreza. No a los elogios, no a las críticas. No al reloj, no a la soledad, no a la compañía de estos hijos de puta. Han leído más que yo. No escriben, pero si escribieran también lo harían mejor. Lo sé.

Escribir es recibir consejos de escritura de un ala-pivot borracho. Escribir es hacer una coplilla a Coentrão. Escribir es jurar dejar de escribir para siempre cada sábado y caer de nuevo cada lunes. Escribir es ser prisionero de ti mismo, es una condena autoimpuesta, es ser infeliz por decisión propia. Pero escribir es la mayor felicidad porque es secreta, es un autohomenaje privado, ser millonario de cuarta generación, como los procesadores, y hacer burla a los nuevos ricos al pasar por las terrazas. Escribir es poner un torreón sin ventanas al final de un callejón sin salida. Y llamar a eso hogar.

Escribir es negarlo todo con la cabeza a las 2:13 de la madrugada. No es una negación drástica, más bien diría que es una negación que oculta media sonrisa. Una negación de fondo de armario. La otra media sonrisa es de fondo de barra y busca con la mirada un folio en el que poder explicarse mejor. Un folio para poder responder a lo que me está diciendo esta chica que me grita al oído y que me mira muy cerca. Trato de enfocar pero está tan cerca que creo que estoy bizqueando. Pido distancia al árbitro. Y tiempo, que tengo que armar la frase, luego borrarla, luego tachar epítetos al whisky, memorizar bien lo que acabas de decir, rubia, y pensar a cámara lenta a dónde me lleva cada posibilidad. Desterrar las opciones muy pretenciosas, las low cost y las que no me lleven a ninguna parte. Al final, el silencio.

Siempre el silencio. El mundo me debe un agradecimiento por no haber escrito lo que no he escrito. Siempre –repito- el silencio. Pero un silencio de escritor, que suene a portazo, que suene como la tapa del ordenador cuando se cierra de una hostia antes de irse a la cama frustrado. Lo malo es que aquí no hay cama, así que será un silencio que sirva para ganar a los puntos mientras esperamos la frase que gane por K.O. Es eso o la nada. Escribir es acabar pidiendo la hora. Escribir es solicitar asilo político en la cabina del pincha. O en el Instituto Cervantes más cercano, aunque a veces, ambos sitios confluyen en brazos de Paty Varela. Escribir es poder olvidarlo todo y remar-remar-para-morir-en-la-orilla, porque escribir es eso, una orilla, otra orilla y una barca que no sabemos a dónde nos lleva mientras escribimos para no ahogarnos de miedo en medio de la noche.

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