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(Esta columna fue publicada originalmente el 11 de diciembre de 2018 en El Norte de Castilla)

Me declaro profundamente preocupado por los acontecimientos. Esto tiene mala pinta y espero equivocarme, pero, a este eterno retorno que es la historia de mi país, comienzan a llegar aromas que nos resultan conocidos. Es el momento de que todos bajemos el tono porque la cosa puede acabar mal. Tenemos todos los ingredientes clásicos para ello: Cataluña sublevada, socialistas gobernando con el apoyo de enemigos declarados de España y que admiten perseguir hacerla el mayor daño posible en cada oportunidad que se les presenta, una derecha populista en fuerte ascenso, una izquierda guerra civilista con discursos prebélicos, el vientecillo gris de una nueva crisis económica apareciendo a lo lejos, revueltas en Francia, Estados Unidos cerrando fronteras, los ingleses replegándose en su isla, Alemania en una crisis de liderazgo, Rusia intentando destruir Europa y un grupo de partidos nacionalistas poniendo zancadillas a los valores de la Unión. Un bodegón de formas clásicas.

Tiene razón Aznar cuando dice que las próximas elecciones generales serán las más importantes desde 1977. Nos estamos jugando ni más ni menos que la pervivencia de la Constitución tal y como la conocemos y, por lo tanto, nos estamos jugando la convivencia en este lodazal en el que hemos convertido España. No es exagerado decir que la monarquía parlamentaria y el estado autonómico están en grave peligro. Hay dos extremos tirando de una cuerda y esta empieza a desgastarse. Unos persiguen una república federal y otros una monarquía sin autonomías. Ambos se equivocan y, aunque ambos tienen argumentos para pensar lo que piensan, harían mal en tratar de imponerlos en este momento al otro bando. Ambos extremos deben ceder en un punto de consenso, que no es otro que la Constitución. Ser demócrata es, entre otras cosas, ser consciente de que tener razón no es suficiente para imponer nada.

No es el momento de abrir según qué melones y deberíamos hacer un esfuerzo todos por moderar las formas y el lenguaje. Decía Wittgenstein que “los límites del lenguaje son los límites de mi mundo” y esto es mucho más importante de lo que puede parecer, y si no pregunten al profesor Quintana Paz, con el que casi nunca estoy de acuerdo pero que casi siempre acaba teniendo razón. El lenguaje lo es todo y es el momento de extremar el celo y los modales porque son esos modales los que hacen al ser humano; la educación forja a la persona y nos libra del salvajismo al que nos dirigimos, como un caballo desbocado contra el tren. La maldad y la soberbia se rebozan en el estiércol.

No es el momento de tener razón. No es el momento de imponer nada ni poner en riesgo la cuerda. Necesitamos destensar la situación, rebajar el tono, tratarnos con respeto y dejar las declaraciones grandilocuentes. Solo hay un enemigo, y este es el independentismo catalán, al que hemos de derrotar de modo contundente y cuanto antes si no queremos que sean ellos los que derroten nuestra democracia por culpa de la inacción y debilidad del enorme error que es Sánchez.

Es importante que la mayor parte de los españoles bajemos el tono, no caigamos en el revanchismo, demos salidas dignas al rival, volvamos al tedio de la estabilidad de la política en los países civilizados, al aburrimiento institucional y al frío tacto de la tecnocracia. Todo pasa por no hacer el ridículo un minuto más delante del legado de nuestros padres y del futuro de nuestros hijos. Y, por supuesto, por desintonizar La Sexta. Sobre todo, esto último.

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