viajar

Opino como Pla: a partir de cierta edad, leer ficción comienza a ser ridículo. A los cuarenta se ha de llegar con las novelas que valen la pena casi del todo leídas para poder centrarse de lleno en las lecturas serias, es decir, ensayo y poesía. Leer historias inventadas para distraerse no deja de denotar un tedio de base que debería haber ido desapareciendo con la edad. Definitivamente no hay nada más aburrido que ser joven ni nada más bochornoso que fingir seguir siéndolo. No venden antiarrugas para el alma. Puede haber colágeno para los ojos, pero no para las miradas.

Algo parecido sucede con el turismo. A ciertas edades hay que llegar conociendo Londres, Paris, Roma o Nueva York como la palma de tu mano. Hay un tiempo para descubrir y para asombrarse, hay un periodo para la extraversión compartida, para volcarse por completo en el mapa y sentir cómo ese mapa te devuelve las vivencias llenas de adjetivos que marcarán tu devenir, que decorarán los recuerdos, que darán un sentido a tu pasado. Vivir es imaginarse a uno mismo en su mejor versión, actuando como actuarías en tu ideal. Nuestras boinas fueron las más bellas de Mont Parnasse, hemos bebido litros de clarete en Carnaby Street, hemos gastado días y noches inolvidables en el Trastevere y hemos paseado el MoMA como si fuera nuestro – en parte lo fue-. Pero todo eso pasó y no tiene sentido repetirlo porque no somos los mismos ni nosotros ni las ciudades y no quiero hacer de Pármenides en Mont Parnasse ni en el Soho ni a la vera del Tiber. De repente todas las ciudades empiezan a ser la misma repetida, todas las fotos reincidentes, todo recuerdo denota un olvido, todas las guías mienten y el móvil lo ha estropeado todo. No sabemos todo lo que nos hemos perdido por no saber perdernos. Nadie adultera ya sus historias desde que tenemos una cámara por corazón. Hemos matado el recuerdo a base de gigas de memoria.

Digo todo esto porque se nos ha llenado la ciudad de turistas, y eso es algo con lo que no contaba. Viajar es huir y nunca había pensado que alguien huyera hacia aquí y no de aquí. Nos encontramos con ellos y no sabemos cómo actuar, hay cierta torpeza en nuestros gestos, hay miradas cómplices entre nosotros, como cuando llegan a casa invitados por sorpresa; es una cosa extraña, los vemos por Angustias como quien se encuentra con una manada de pumas, con la misma sensación de extrañeza y la misma duda acerca de cómo hay que comportarse. ¿Es muy paleto hacerles sentir cómodos? ¿Debemos contrarrestar nuestra fama de secos siendo extraordinariamente amables? ¿Exagero mi leísmo para estar a la altura de Lonely Planet? ¿Me visto de Habsburgo o debo bajar la mirada y juntar las manos por detrás para homenajear a Delibes?

La mayor pérdida de la edad adulta es la del ideal del amor. Puede que la segunda sea la del mito de la huida y debamos ahora entregarnos al turismo interior no solo para acompañar a los que nos visitan sino para encontrarnos en ese exilio imprevisto. Camba se definía a si mismo como un ‘hombre-anuncio’, de esos que pasean dentro de un cartel de ‘compro oro’ y que no hacen nada mas que caminar, fisgar, callejear, perderse, mirar un tejado -provocando que el resto también lo mire- y no puedo evitar pensar que ser turista en tu tierra es más que ser profeta. Gracias a los que nos visitan ahora puedo ser viajero desde la introversión y encontrar mi ideal más allá del delirio del viajero. Lo teníamos muy cerca, solo había que mirar hacia dentro. No sé por qué he tardado tanto en hacerme reversible.

(Este artículo fue publicado originalmente el 12 de marzo de 2019 en El Norte de Castilla)

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