Yo no pido que sepas a dónde vas, pero me parece imprescindible tener muy claro de dónde vienes. Podemos actuar como niños malcriados, abrazando la frivolidad del materialismo, exigiendo derechos con la bocaza llena de croquetas, dando por hecho que lo merecemos todo por la aberrante casualidad de ser, de existir aquí y ahora y olvidándonos que estamos vivos exclusivamente por la infinita generosidad de los que estuvieron aquí antes, levantando esos muros, plantando esos árboles, defendiendo estas tierras, perpetuando un ADN -que en último término eres tú- por amor, por el sueño inabarcable de poder contemplar desde la luz taciturna de la vejez la dignidad gigante de una estirpe feliz y decente; de poder formar personas que no solo sonrían al futuro, sino que cada día tengan la humildad suficientes para guiñar un ojo a la biblioteca familiar y cuadrarse ante sus genes. De mirar a los niños no como proyectos sino como recuerdos, no como horizontes que se desvanecen en el futuro sino como el milagro del pasado perpetuándose en el porvenir.
A medida que te haces mayor, los nombres de los bares se superponen como el papel de las paredes de las casas inglesas. Los nuevos nombres van desdibujando los hechos de los apóstoles de cada generación. Y como a veces tienes que recurrir a cuatro nombres antes para poder entendernos diré que estamos en la calle Conde de Ribadeo y que esto se llamaba Paradis. Ya ubicados, una foto centenaria preside la trattoría de Francesco Scalcione. Son las tías Grazia, Ana, Francesca y el tío Alejandro. En Matera, Basilicata, sur de Italia. Están comiendo lo poco que se podía en tiempos duros. Están comiendo en blanco y negro.
Su generosidad caldea la estancia. Bajo esa foto, diez amigos disfrutamos que nos queremos y que estamos vivos, que a pesar de todo la vida se abre camino y que nuestros hijos se hacen amigos entre ellos, pasando el relevo del cariño infinito a través del tiempo. Esa foto de la familia recuerda a Francesco de donde viene y esta mesa me lo recuerda a mi. Dónde vamos nos trae a todos sin cuidado, lo importante es que él puede mirar la foto cada día y recordar cual es su origen y que nosotros podemos mirarnos a los ojos y saber cual es el nuestro.
Yo creo que esa foto le tira de las orejas. Si se desorienta, la foto le recordará quien es y -lo que es más importante-: quién no es. Bajo la foto, nosotros nos miramos y recordamos también quienes somos y quienes no somos y descubrimos que los ecos del talento y el cariño son más bellos cuando relucen en los demás. Como yo no iba a hacer una crítica gastronómica, no tomé notas por lo que no daré detalles. Sin embargo, fui feliz. No sé si fue Francesco, el milagro de esa pasta, la tía Grazia, mis amigos o la felicidad de los días vividos, pero no recuerdo haber comido mejor en esta ciudad en muchos años. Con lo que sobró de bote valoramos comprarnos una iglesia en la plaza de la Brígidas y creo que hicimos mal en no dejarnos llevar por los efluvios de la grappa. Solo le pido a Dios que Francesco no convierta su templo en uno de esos bares con palets, música chill-out y tartar de atún rojo. Y de paso que no nos permita a nosotros convertir los sueños en vulgares frutos del progreso sino en una mesa infinita de amistad -como pudiera ser esta misma- eternizándose como puntos suspensivos en una historia que prosigue.
(Este artículo fue publicado originalmente el 19 de marzo de 2019 en El Norte de Castilla)