Los fines de semana me despierto pronto, tan pronto que me da vergüenza salir a la calle porque pienso que las señoras con las que me cruzo van a pensar que no salgo, sino que entro y que qué vergüenza cómo está todo. Es normal: tú te encuentras con un tío a las siete de la mañana con gafas de sol, chupa de cuero y este pelo y lo menos que piensas es que sale de un ‘after’, y no que va recién duchado a intentar desayunar y leer un par de periódicos antes de trabajar un rato, previa visita a la Virgen de las Angustias. Insisto y subrayo lo del pelo para recalcar que, a pesar de la foto que gentilmente ha elegido nuestro director para la cabecera de esta columna, no soy un señor alopécico.
Bien, a lo que iba, decía que intento desayunar porque en realidad rara vez lo consigo; el centro de mi ciudad las mañanas de los fines de semana es un paisaje post apocalíptico, una distopía tipo ‘Blade Runner’ en la que no hay señal de vida humana y mucho menos de vida humana hostelera. Alguna vez lo he comentado y me dicen que no abren porque no hay nadie por la calle, y yo respondo que no hay nadie por la calle porque no abren. Estamos en un círculo vicioso, en un bucle infinito que no nos lleva a ninguna parte más que al hambre, al hambre total, a ese hambre tan obscena que entra los sábados a nueve y media de la mañana tras dos horas caminando buscando un bar abierto entre los lugares más recónditos de la almendra central de esta bendita ciudad. Un día me tuve que meter al buffet de un hotel, lo digo en serio y es que no hay nada mejor que los bares de los hoteles de tu ciudad para perderse; son los lugares mas seguros de la tierra, los únicos sitios en varios kilómetros a la redonda donde no conoces a nadie y eso no tiene precio.
Los bares de hoteles son fantásticos; los camareros son verdaderos profesionales, nunca hablan, apenas te miran y además sirven con displicencia, con técnica desapasionada, con la frialdad aséptica con la que un croupier te da cuatro nueves o un cirujano te quita una piedra del riñón; una mezcla sutil de indiferencia y hastío que me hace sentir en casa. Por eso, cuando leo a la gente comentarios acerca de su desayuno, de su brunch con huevos benedictine, me suena a realismo mágico sudamericano, porque aquí no hay quien desayune. Al menos en el centro. Quizá sea ese el secreto, estoy pensando en comprarme un chándal y preparar una incursión a un barrio cualquiera para buscar víveres; y si allí me encontrara con alguien conocido que se pregunte qué narices hago yo a las ocho de la mañana en Delicias, me pondré a correr, eso es, fingiré que estoy haciendo running y seguiré, seguiré mi camino como un zahorí buscando café, como un explorador del pincho de tortilla, como un sherpa nepalí caminando ciego al campamento base, que no es otro que mi casa, donde indefectiblemente llegaré dos horas más tarde cansadísimo y mareado por el hambre y la fatiga, fracasado por tanta búsqueda inútil. Y entonces no quedará otra que volverse a la cama deshidratado, con los labios secos y la barriga rugiendo como un león del Serengeti, como un estibador de Mieres, como un Carpanta soñando con pollos asados en esta Cuaresma perpetua, con la prensa ya leída y seis kilómetros recorridos, esperando que alguien tenga piedad y abra por fin antes de las diez de la mañana. Lo suplico. Por el amor de Dios.
(Este artículo fue publicado originalmente el 26 de marzo de 2019 en El Norte de Castilla)