Mis primeros recuerdos son la zona de La Antigua a rebosar en una fiesta salvaje que duró casi veinte años, con el césped destrozado y litros de alcohol corriendo por tus venas, mujer, mientras Manolo Trujillo tocaba la guitarra eléctrica en ese balcón catedralicio, con colas en Discos K y en Foxy que abrían paso a la elegancia de una ciudad buscando a Carla. El talento tiende a agruparse, y yo he crecido viendo esto, viendo una ciudad sobrada de talento agrupado, soñando, creando, queriendo ser, siendo, construyendo y construyéndose. Llovía mucho, llovía siempre, yo quería ser como ellos y Delibes hacía como que no miraba. Todo en orden.
Creo que pertenezco a la última generación que ha visto la calle Paraíso repleta de gente, que te asomabas y aquello parecía la curva de Estafeta en San Fermín en la mañana de los Cebada Gago. No estoy exagerando. O ‘El Cuadro’ cuando era ‘El Cuadro’, que es algo que los jóvenes de hoy -¡qué dóricas suenan las columnas tristes!- no podrán jamás llegar a creerse, pero que fue tan cierto y tan real como lo es su actual decadencia. Dicen que, si te sientas allí una mañana cualquiera y cierras los ojos, aparecen tus recuerdos sonriendo al fondo de una barra. Yo no creo haber visto una zona con más ambiente nunca, y sé que empiezo a parecer un abuelo contando batallitas, pero quien haya vivido ‘El Cuadro’ en los 90, sabe que es rigurosamente cierto. Y además siempre he querido ser abuelo.
También creo ser la última generación que ha visto Cantarranas en su esplendor. Aún hoy creo que racionalmente es el mejor lugar de la ciudad para una zona de bares, pero ya hemos aprendido que la razón es solamente el nombre que ponemos a la opción b, que la primera opción nunca es la más lógica, que la vida no es comprarse un Opel Astra. ¿Cuánta gente cabía en esa plaza? ¿Cuánto ambiente en unos metros cuadrados? ¿Qué nos ha pasado en esta ciudad? ¿Cuándo secuestramos de una vez a Michel y ‘okupamos’ El Viti en una noche que no se acabe nunca?
Imagino ahora cómo deben sentirse los hijos de una madre destruida por el Alzheimer, que ya no recuerda quien fue y que no sólo es incapaz de reconocer a nadie, sino que ya no se reconoce a si misma. Un jueves cualquiera había más golfería que en las nocheviejas de este principio de siglo, pero el viernes por la noche, volviendo a casa, me di cuenta que ese Valladolid se nos ha ido, aunque bien pensado quizá quienes nos hemos ido somos nosotros. Creo que ser tú mismo es la mayor provocación para una persona que quiera seguir siéndolo y esta ciudad fue un hervidero de creadores y de creativos, de músicos, de actores, escritores, bailarines, estudiantes, profesionales y empresarios -todos ellos tan intelectuales como canallas-, que coparon la noche y coparon el día de personalidad. Pero poco a poco hemos domesticado la ciudad y nuestras expectativas para convertirnos en una plácida y limpia autopista hacia la nada sin darnos cuenta de que no hay contorsionismo más suicida que el que resulta de darse la espalda a uno mismo. No sé cuando decidimos que –más vale prevenir- era buena idea sacar los ojos a los cuervos que criamos, pero me temo que es el sino de los tiempos. Ya no llueve nunca y dentro de poco quizá no tengamos tierra en la que no ser profeta.
Esta columna fue publicada originalmente en El Norte de Castilla el 9 de abril de 2019.