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Nadie debería tomarse demasiado en serio lo que dice un columnista. La mayor parte busca fundamentalmente agradar a otros columnistas, a los ‘suyos’, a los de su tribu ideológica, a sus hermanos de fobias e indulgencias plenarias; en segundo lugar, provocar a los de enfrente, a sus rivales ideológicos o mediáticos, a los brothers de fobias y de ‘zascas’ que huelen a sopa sosa. Como el caballo y el toro, uno tiene la fuerza y el otro la velocidad. Solo el puyazo une lo que en esencia es opuesto.

En tercer lugar, busca agradar a su público, escarbar aún más profundo en esa horterada llamada ‘marca personal’, en los temas que le son propios, en ese determinismo que le une como un cordón umbilical por el que trepar para encontrar lo que se supone que tiene que decir sobre este o aquel tema. En cuarto lugar, reforzar su compromiso con el cinismo, ese matrimonio eterno con el ángulo de la decepción, una bulería al nihilismo como base de creación, ese ‘all-in’ con la postura y con el disfraz de columnista para poder decir cosas de columnista, es decir, crear literatura precipitada sobre la excusa de la actualidad y de una ideología fanatizada, sin hacer nunca demasiados esfuerzos para situarse en un punto de vista nuevo, inesperado, valiente. Al fin y al cabo, peor sería tener que trabajar.

Un columnista lo que busca es cariño y a menudo lo mendiga. El día que publica mira el móvil como Stendhal a la catedral de Florencia, como los enamorados miran el mar, como Pablo e Irene miran el cuadro de amortización, como yo miro las estampitas de Morante y de Ratzinger. Si antes de desayunar nadie te dice nada es que todo va mal, es decir bien. Si llegadas las diez tienes el móvil ardiendo es que todo va bien, es decir mal. Por eso, cuando alguien dice “me encanta cómo escribes”, en el fondo quiere decir “me encantas cómo piensas” que -en último término- significa “me encanta quien eres”. Y es que eso es todo. Escribir es sacar el plumaje del pavo real, tocar el piano con la ventana abierta, bailar para las visitas. No difiere mucho de tomarse el frasco entero de pastillas para llamar la atención. Si nos quisieran, iba a escribir su madre.

Gracias a Dios, yo nunca he sido de los nuestros. Por ello, invierto mucho tiempo en intentar decepcionar a mis lectores. Lo contrario sería ir a favor de corriente, morder tu propio anzuelo, caer en tu propia trampa. El populismo es lo contrario del liderazgo: decir lo que los demás quieren oír y buscar el aplauso. Escribir se trata de lo contrario, de pitar a los que te aplauden como vía para ser verdaderamente libre. Solo he logrado esa libertad convirtiéndome en una decepción, en un ‘puedo y no quiero’ frente al ‘quiero y no puedo’ de la vida en la frontera de esta década. Se corre el riesgo de estar eternamente a la contra solo para no agradar, lo cual te convierte en otro caricato simétrico al anterior. Conviene recordar que los punkies son los últimos dandies.

Lo mejor es apagar el móvil, escribir como si no te importara -que es como se escribe cuando más importa-, no ir a ningún acto al que hayan tenido la osadía de invitarte, decir que no por defecto a todo plan, a toda influencia, a todo lugar donde te toque interpretar el papel de desesperado con estilo y no escuchar ni leer a nadie. Y muchísimo menos a uno mismo.

Esta columna fue publicada originalmente el 11 de junio de 2019 en El Norte de Castilla.

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