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El viernes asistimos al espectáculo de VOX en las Cortes de Castilla y León. Ortega Smith, poseído por José Luis Moreno, sacó del baúl su número de susurros y ventriloquía haciendo pasar a un despistado García Conde por un bochorno innecesario, a medio camino entre un Monchito alt-right y Carmen Calvo. El espectáculo confirma que Ortega representa lo peor de VOX y que la formación está, en Castilla y León, en un triste camino hacia la nada. Quizá lo mejor sea pasar desapercibidos cuatro añitos y después cada uno a sus cosas. Por cierto: el mismo Javier Ortega que apareció en Valladolid con dos escoltas que ni la misma Beyoncé. Una interesante metáfora de lo inútil que es la derechita valiente, solo equiparable en inutilidad a su némesis, su reflejo en el espejo cóncavo: la izquierda intensita e infantil.

En general, hay que huir de exhibiciones de valentía e intensidad en todos los ámbitos de la vida si no quieres convertirte en un esperpento, en un caricato, en una parodia de ti mismo. La valentía requiere de talento y de sensibilidad y la firmeza tiene más de silencio y de prudencia que de ex abruptos cosméticos. Y, sobre todo, es importante relativizar la importancia de tu paso por el mundo para no convertirte en un telepredicador ridículo. En este sentido, el otro día me encontré en cocina ajena con una página de El Norte donde una columna mía servía de envoltorio y cobijo a un aguacate. Es muy revelador, uno escribe el lunes, algunos lo leen el martes y a partir del miércoles tus pensamientos pasan a envolver aguacates para acelerar su maduración y luego nada más. Toda una lección: la mosca es el sueño de la larva y el guacamole, el sueño de la columna. Macario, el boina-negra, es el sueño de Ortega.

Al menos los columnistas servimos para madurar algo, pensé. Estoy por envolver con mis columnas el cerebro de Irene Montero, o el del que ha ordenado retirar el busto de Abderramán III, una estupidez solo comparable a la de los que pretenden hacerle un homenaje, como si fuera un refinado hombre de paz. Abderramán III. Refinado. Hombre de paz. En fin, que no cabe un tonto más. A ver, amiguetes, ni se le ponen bustos ni se le quitan; ni una cosa ni otra. Abderramán III fue un hombre, solo eso. Un hombre español de su época, un boina-verde como Ortega que no puede ser interpretado desde los estándares actuales, sencillamente porque corresponde a un universo que solo coincide con el nuestro en las coordenadas del escenario que habitó. A Abderramán III lo conocemos bien por aquí; en Simancas sufrió una derrota que supone uno de los momentos más importantes de la Europa medieval quizá junto a Covadonga, Poitiers y a las Navas de Tolosa, pero como he dicho en alguna otra ocasión, nuestra historia desde el siglo VIII hasta el XV parece no interesar a nadie, más que para distorsionarla. Boinas verdes, boinas negras; unos hacen caso omiso, otros ventriloquía. Ambos tienen en común el hecho de hablar con las vísceras y, digo yo que, puestos a hablar sin mover los labios, deberíamos ensayar para mirar sin abrir los ojos. Yo ya sé subtitular algunos silencios.

Esta columna fue publicada originalmente en El Norte de Castilla el 25 de junio de 2019.

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