Alfonso XI a su mujer la miró poco y mal, pero una noche que se torció -una de esas que te pones tan tonto que quieres hasta a la tuya-, la cosa se puso seria, que si ‘ven aquí, morena’, que si mira cómo te canto la de ‘María la Portuguesa’ -porque así se llamaba la reina-, que si tal y que si cual y ya saben ustedes como acaba la cosa: nueve meses después se oyen llantos de un chaval que reinaría como Pedro I, El Cruel. La sangre Borgoña quedaba así asegurada en Castilla. Pero poco más, ya que Alfonso prácticamente no tiene relación con su hijo. Su corazón -y todo lo demás- no estaba con su familia oficial sino con Leonor de Guzmán, una bella sevillana -lo de bella me lo he inventado, pero mejor así- que entre Borgoña y Borgoña le bailó las aguas a la vera del Guadalquivir y le dio nada menos que otros diez hijos, como los diez negritos de Agatha Christie, pero en versión cornúpeta. Entre ellos uno llamado Enrique, al que hizo conde de Trastámara y que se cepillaría años después a su hermanastro, el rey Pedro I, convirtiéndose de esta manera en rey. La dinastía Borgoña, así, se extingue en Castilla. Reina ahora Enrique I, cuya sangre borgoña se tradujo al bastardo y dominaría el mundo con la forma Trastámara.
Antes de morir, Pedro I casó a Constanza, su heredera, con un Plantagenet hijo del rey de Inglaterra que era, a la sazón, duque de Lancaster, dando a luz -ella, no él, claro- a la famosa Catalina de Lancaster que se casaría después con Enrique III, nieto del rey fratricida de hace cuatro líneas. Cuento todo esto para justificar que, a partir de Catalina de Lancaster, las dos ramas de Alfonso XI – la oficial, la Borgoña y la bastarda, la Trastámara- se unen de nuevo, legitimando del todo a su descendencia, comenzando por Juan II, que ante la prematura muerte de su padre cuando solo tenía un añito, tendría a su madre como regente.
Así que estamos en Valladolid en 1414. Reina Catalina de Lancaster, que tiene su palacio en lo que ahora es la iglesia de San Agustín -a su muerte, Catalina cedió esos terrenos a los agustinos- y en la morería en la que la propia reina ‘desterró’ a los musulmanes para que no se mezclaran con los cristianos, se comienza a construir una mezquita. Es una mezquita, por lo tanto, mudéjar y es extraordinaria, no por su belleza sino por su singularidad. Una cosa es una mezquita en un territorio de los musulmanes que después se conquista -la de Córdoba- y otra cosa es una mezquita nueva en territorio cristiano y tan tarde, estamos en el siglo XV. Ojo al dato que a alguno le puede dar un infarto. Si han quitado un busto a Abderramán, quizá con la mezquita de Pucela quieran hacer un corta-pega y arrastrarla camino Siria, que diría Gabinete. Pero esa es la realidad. Se sabía de su existencia, pero hasta esta semana no se sabía de su permanencia. Duró hasta 1502, cuando se ordenó a los mudéjares castellanos que se bautizaran o que se fueran de España. Todos se bautizaron. El evento se celebró con toros, claro. Eran musulmanes, pero castellanos, coño; el Niño de la Mezquita, Abdul de la Meseta y tal. Alegrías por bulerías.
Fueron los Reyes Católicos quienes obligaron a ese bautismo de 1502 y, por lo tanto, quienes obligaron a los moritos a vender sus terrenos, mezquita incluida. Pues bien, fue su católica majestad, Isabel, la hija de ese chavalillo de un año que se quedó huérfano, Juan II, quien ordenó ese bautismo. Estamos hablando, por lo tanto, de la nieta de Catalina de Lancaster. Físicamente son igualitas las dos. Y hay un tercer clon: la hija pequeña de Isabel, una niña llamada Catalina en honor a su bisabuela, infanta de Castilla, infanta de Aragón, nacida en Alcalá de Henares, criada en Granada y educada en Valladolid. Esa niña Catalina, la clon de la otra Catalina, reinaría en Inglaterra como Catalina de Aragón y aportaría algo de clase, inteligencia y alcurnia a los Tudor, que por entonces no eran nadie, frente a los poderosos y brillantes Trastámara. Su hija, la reina María de Inglaterra -Bloody Mary- donó así la elegancia castellana a la corona inglesa y se casó con otro pucelano: Felipe II.
Cuento todo esto para unir a las dos Catalinas y a Valladolid en la misma columna, y lo hago por dos motivos: primero porque han aparecido antes de ayer los restos de esa mezquita y, sobre todo, porque el diario elnacional.cat ayer celebraba el nacimiento de Catalina de Aragón con el titular de “la reina catalana de Inglaterra”. Yo creo que, si escarban un poco más, podrían asegurar que la mezquita era en realidad una sede del Institut Llull, que no rezaban mirando a La Meca sino a Vic y, sobre todo, que ambas Catalinas se llamaba en realidad Catalanas, como la crema, como los seguros, como Cervantes, como Colón, como Teresa y, en definitiva, como todo ser viviente en esta ibérica desdicha. No andan muy bien las cabezas y yo no pienso discutir. A callar y, rápidamente, a seguir leyendo para no ser como ellos. Visca Pucela Lliure.