Lo primero que hay que decidir es si Valladolid es masculino o femenino, ya que de esa decisión estratégica penden, de modo consecuente, otras. Es un tema clave y me sorprende que no se haya abarcado aún. No puede decirse a la vez que Valladolid es preciosa y que Valladolid es precioso y esperar que no tenga consecuencias, como si el género fuera algo baladí en la conformación de una identidad literaria, que es lo que en realidad es una ciudad. He llegado a la conclusión de que se utiliza el masculino para sus defectos y el femenino para sus virtudes. Así, Valladolid es muy bonita, pero Valladolid es muy frío. Valladolid es hospitalaria, pero sin embargo Valladolid es muy aburrido. Quizá se pueda dividir por épocas: masculino en otoño y femenino en primavera, o por días, siendo femenino lunes, miércoles y viernes y masculino martes, jueves y sábado. El domingo, podemos ser lo que queramos, abandonando unas horas la dictadura de lo binario. O podemos dividirlo por zonas, que creo que es la mejor opción. Es indudable que el paseo de Zorrilla es masculino, diría que incluso fálico, pero si hay alfo femenino en la ciudad es sin duda la plaza del Salvador, que tiene algo de útero, de vientre materno, de regazo templado, de entorno seguro en el que, para encontrar un coche, hay que cambiar de huso horario.
Paso por esa plaza cuatro veces al día y cada una de ellas es diferente; por la mañana parece la plaza de un pequeño pueblo pequeño de Castilla, al mediodía se convierte en un recóndito lugar de la Toscana y por la noche, sobre todo bajo esta niebla que hemos inaugurado, la plaza junto a su vecino Pasaje Gutiérrez parecen el epicentro mundial de la discreción, la zona cero de una manera de entender el mundo y su lirismo.
Pero por la tarde, esa plaza es otra dimensión, parece de otro siglo; un espectáculo que no me canso de observar. Suenan las campanas, las librerías sobreactúan, la encina se pone contenta rodeada de niños que juegan y lo hacen sin tablets ni móviles. Juegan al fútbol, a la comba, a la cuerda. Corren en todas las direcciones en un aparente caos en el que yo he logrado descifrar un orden pétreo. Juegan como se ha jugado siempre, hay peonzas, patinetes, policías y ladrones. Hay cromos, rayuelas en el suelo, porterías con abrigos y perros felices. Hay madres y hay padres que hablan entre ellos. También hay abuelos persiguiendo infantes con el bocadillo de la mano y un santo, que es patrón, y que apacigua la escena con la mano tendida. Las tardes de esa plaza parecen detenidas en el tiempo, en un espacio intemporal que podría ser el de mi infancia, el de todas las infancias, porque ese sol taciturno siempre ha sido el mismo. Este fin de semana cambiamos la hora y anochece antes, por lo que la tarde entra en declive, pero seguiré desviándome un poco para ver el otoño desde el lugar más recóndito de una ciudad tranquila y ser así niño un rato cada día. Mientras todo siga así, da igual que Valladolid sea masculina o femenina, porque tendremos relevo y esperanza de que nuestra ciudad no se convertirá en una batalla campal de descerebrados. Algo me dice que esa plaza es vacuna contra el espanto. Y contra los CDR.
(Esta columna fue publicada originalmente el 22 de octubre de 2019 en El Norte de Castilla. Click aquí)