
Comienzo a llevar mal las muertes. Lejos de acostumbrarme, cada día me afectan más y empieza a ser problemático intentar controlar la taquicardia, la angustia y el vacío interior ante el abismo que surge en el enigma del último segundo. Ha muerto David Gistau y no estábamos preparados, a pesar de que las noticias que iban llegando dejaban poco espacio a la esperanza. Pero era Gistau, coño, ¿quién puede prepararse para esto? ¿Quién podría imaginarse que fuera a irse precisamente él, el luchador gigante, el genio sin pose, el hombre tranquilo? No le pegaba irse y menos así. Aunque, pensándolo bien, no se me ocurre una manera más Gistau de irse que como lo ha hecho: boxeando como un hombre, de frente, sin chorradas ni fuegos de artificio. Con su barba pelirroja sin arreglar. En domingo. En silencio.
Uno empieza a ver caer a gente irremplazable y al final vamos a acostumbrarnos a la pinta de martes por la tarde que se le está poniendo al siglo, a este olor a nuevo que tanto me repugna, a esta mediocridad en la que ni sé moverme ni quiero aprender. Todo va a ser diferente sin Gistau y es que uno acaba generando complicidades con aquellos a los que lee cada día durante años, hasta el punto que crees conocerlos bien. Acercarme a su columna en El Mundo y en ABC ha dado luz a mis peores días y esto va a ser difícil. Cuando muere un maestro morimos un poco todos los que de él hemos aprendido. Uno se compone fundamentalmente de los maestros que se le han ido yendo y cada vez son más los huecos que llenamos torpemente de melancolía y soledades. En este caso, también de asco, tengo el estómago revuelto y supongo que esto va a durarme quince días. A ver quién es el guapo que abre el periódico a ver su esquela en lugar de su columna. A ver quién tiene valor.
Gistau no iba a nada y eso me apasiona. Yo tampoco. Le costaba salir de Madrid, de su casa. Se agradece mucho toparse con gente así en este oficio de divas, fuleros y fulares. Escribir, boxear, criar a tus hijos. No da tiempo a mucho más en una vida. Además, no ir a nada es una declaración de principios. Pese a lo que pueda parecer, decir no a todo tiene poco de negativo. Es algo extremadamente positivo porque, cada vez que dices no a algo, estás diciendo sí a lo que en realidad importa. Sobra todo lo superfluo, como en su prosa, cada día más despojada de artificios. Sobra todo para llegar a este silencio final que resuena con un eco insoportable. Sobra todo en noches como esta porque, en realidad, percibes que falta todo y son muchas ya las muescas en el revolver. Pero cuando muere un columnista, muere menos. De algún modo está ahí su obra, la obra de un tío con códigos, con un concepto del honor, de la vida, de la muerte. Un hombre al que se le fue el padre demasiado pronto y que ahora ve cumplida su peor pesadilla: faltar en casa antes de tiempo. La vida a veces se ceba y no sé muy bien qué hago escribiendo esto en lugar de ir a abrazar a mi hija a la cama. No sabemos cuánto tiempo nos queda, pero se nos va a hacer corto. Y algo me dice que vamos a echarle de menos porque ahora es cuando más lo vamos a necesitar. Hoy se ha muerto el talento, el mejor ha colgado los guantes. Y yo aborto definitivamente lo de empezar a boxear.
(Esta columna se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 10 de febrero de 2020. Disponible aquí)