Vienen tiempos duros, aunque prefiramos fingir que no nos hemos dado cuenta y pasemos las hojas de las esquelas silbando, como disimulando, autoconvenciéndonos de que la vida es este mayo veraniego que nos embriaga de ‘runners’ y claveles reventones. Viene lo que viene, aunque escribamos versos floridos a las mozas confinadas como si aquí no hubiera pasado nada y recorramos las márgenes del Pisuerga como quien recorre el Malecón de La Habana, caminito de esa Bodeguita del Medio que nos hemos montado en la terraza de los aplausos.
El ser humano es un prodigio del autoengaño. Venimos de un lugar tan oscuro que la mejor manera de protegerse es olvidarlo todo, con una frialdad como de mujer despechada el día de su juicio de divorcio. No tardando, negaremos haber pasado por esto y recordaremos esta primavera como una nebulosa desordenada de la que solo nos quedarán cuatro anécdotas que contar a los nietos, dos lorzas, una mascarilla y medio diario en el fondo del cajón.
Lo sé porque me pasó algo parecido cuando hice el Camino de Santiago con un menisco roto y una bici frenada. Sufrí mucho, pero en realidad no me acuerdo. El cerebro omite el dolor y amplifica las risas, exagera ese resumen de las mejores jugadas de nuestra vida que la memoria echa los viernes en ‘Estudio Estadio’. Esas ‘higlights’ dicen que hemos entrado en la fase cero, una fase que se llama como la Coca-Cola sin azúcar, ya me dirán. Yo la habría bautizado ‘Proyecto Cobra’, ‘Episodio Final, ‘Desafío Total’ o algo con un poquito más de épica que despierte a un país al que le han anestesiado con un pañuelo que chorrea cloroformo y propaganda. Inaugurar la fase cero así sin más es como inaugurar un pantano del Plan Badajoz, con guirnaldas, canapés, viceconsejero socialista y un petrolero lleno de falsa euforia.
Esto, unido a la explosión de este calor de dictadura centroamericana, ha creado una sensación generalizada de fin de ciclo, de que esto ya está acabado, de que estamos en los minutos de la basura, de que el pescado está vendido y el botellón enfriando. Pero no, queda lo peor, estamos en los Alpes y hemos coronado el Mortirolo. Nos enfrentamos ahora a esa desescalada eufórica tras superar el infierno dolomita, pero todos sabemos que esto no ha acabado. Muchos se van a quedar clavados, presos de su inexperiencia, cuando empiecen las próximas rampas. El gran error es pensar que la etapa acaba en Mortirolo: aún hay que llegar Aprica.
Antes del Giro, el Mortirolo solo se conocía por la emboscada que los partisanos tendieron a los nazis que querían huir de Italia, pero desde 1994, esas rampas tienen el nombre de Pantani. La pájara de Indurain fue tal que jamás volvió a correr el Giro. Hay que guardar fuerzas y llenar el bidón de verdejo porque no va a quedar otra que chupar rueda, seguir a nuestro ritmo y hacernos fuertes sin sprints ni aspavientos. A lo nuestro. Da igual perder una batalla, solo importa ganar a la historia, como Marco, como Miguel. La maglia rosa importa poco. Tan poco que se la dejamos a un tal Berzin.
(Esta columna se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 5 de mayo de 2020. Disponible haciendo click aquí)