Como dice José Luis Castrillón, «comencé la semana siendo un ultraderechista casposo y rancio, cercano al franquismo, y la termino siendo una persona moderada y con alta responsabilidad de Estado». Me pasa algo parecido, yo empecé la pandemia como un radical conservador con discursos propios de la extrema derecha y la he terminado como un peligroso keynesiano socialista que abraza el sanchismo desde su cobardía acomplejada y su amarianada tibieza. «Vamos camino del verstryngismo. Esto se podría conocer como un Tamames inverso», dice José Luis. «Lo bueno es que este es un viaje mágico que hemos hecho sin movernos del sitio» –le respondo–. Y no solo físicamente, sino también en el plano intelectual. Porque yo sigo exactamente en el mismo lugar, mi cosmovisión es idéntica, pero el mero hecho de que no me pareciera sensato que un partido de gobierno votara en contra de la propuesta de estado de alarma del gobierno ha tenido un efecto enorme e inesperado, como de ventanas abiertas, y ahora mis palabras ya no desprenden esa halitosis facha sino que se sienten mecidas por el frescor mentolado de la postmodernidad, salen de mi boca como ventiladas por el renovado aire del progreso en una primavera perfumada y socialdemócrata.
¡Ah, qué bien me siento ahora sin ser un fascista! ¡Qué aterciopelado el sentimiento de la moderación! ¡Qué suave el tacto de la aprobación de la izquierda moderada! ¡Qué tierno el sueño pactista! ¡Qué integrador el néctar del centro izquierda, qué paritario el mundo de mi talante recién pintado! ¡Qué solidarios los ritmos tribales! ¡Qué dulces los mojitos de nuestras vigilias veganas! ¡Qué solidaria la batucada por la custodia materna en la calle Juana Rivas!
En esta España tan falta de ‘finezza’ y de formación política se vende carnaza a una masa fanatizada y políticamente muy ingenua. Y eso es peligroso porque el político, evidentemente, no se lo cree. Pero la masa, sí. Se ha hecho pensar a algunos que estar radicalmente en contra de Pedro Sánchez es ser radicalmente de derechas, cuando cualquier socialdemócrata con más de dos lecturas debería estarlo. Y se ha hecho creer que estar radicalmente en contra de los discursos revolucionarios de la derechita inútil es ser, de hecho, un sanchista radical más, un cómplice de este desastre, un colaboracionista con esta plaga bíblica que nos ha caído encima con el presidente. Allá cada cual con sus limitaciones, pero adviértase, al menos, el juego. El problema aquí no es el perfil Ábalos, ese político profesional y cínico que no se cree ni una sola de las palabras que salen por su boca y, menos aún, por la de su jefe. El problema es el perfil Lastra, ese prototipo de político macarra, simple y faltón que realmente se cree el maniqueísmo de buenos contra malos y que, en su chonismo hortera y falto de lecturas, tira por el suelo el prestigio de los viejos socialistas y la legitimación intelectual de todo un punto de vista.
Por suerte, me da exactamente igual lo que de mí opinen «los hunos y los hotros», que diría Unamuno. Nada hay más peligroso que un hombre libre. Pero, como apunta Castrillón, «tranquilo, en dos semanas volveremos a ser los casposos ultraderechistas de siempre». Lo que tardemos en defender el parlamento. O, peor aún, en comernos un chuletón.
(Esta columna se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 12 de mayo de 2020. Disponible haciendo click aquí)
Los que conocemos al «pequeño» Castri sabemos de su gran capacidad de encantarnos con ese verbo forjado entre los guiones, diálogos cinematográficos, su Universidad laboral y sus siempre reflexivas vivencias.