Los niños vienen de Paris y el patrimonio de sus antípodas, los viejos, por eso tiene menos glamour, más dignidad y por eso no otorga cuando calla. El silencio es la banda sonora de nuestra tierra. Es un silencio especial que no debe identificarse con cobardía sino con la dureza de una partitura en blanco interpretada por quien se sabe grande y mira, paralizado, su decadencia. Como la vejez de una top model. Como Nerón viendo arder Roma sin poder mover un dedo. Ese silencio decadente se hace ensordecedor en Quintanilla del Molar, un pueblo de Valladolid enclavado dentro de Zamora, y que es lo más solitario de la España vacía. Rizar el rizo, abarcar el vacío como lo haría Oteiza, en un cruce de caminos lejos de ninguna parte, sobre el horizonte inmenso de los Campos Góticos.
Quintanilla no es especialmente bonito, aunque allí me retire siempre que me piden que cierre los ojos, que respire, que me relaje. No hay nada que me ponga mas nervioso que un experto en relajación, por eso, cuando habla, huyo a los pies de un chopo del Plantío, entre amapolas, alpacas y palomares, a esa infancia feliz junto a mi hermano y a mi prima Covadonga en los fines de semana gélidos y los veranos tórridos de los ochenta. Greta aprendería más de ecologismo en una tarde con mi tío Ramón que cualquiera de esas mesas multilaterales. Las únicas mesas multilaterales en las que creo tienen una navaja, una tabla y un trozo de queso, y en las de mi tío, sobra de todo eso. Pero, sobre todo, sobra cariño, que es lo que necesita el niño que en el que me transformo siempre que estoy a su lado. Y si la patria es la infancia, el patrimonio son sus coordenadas, un conjunto de bienes que se convierte en un conjunto de males en cuanto se acaba la pasta, algo que sucede al empezar a repartirla, dejando socavones, ausencias y escudos derruidos en delirios de grandeza.
Por eso, quiero llevar a Quintanilla al próximo que se queje de maltrato territorial para que mire un rato esos caminos polvorientos y abandonados y los recuerde cada vez que quiera culpar de algo a esta tierra desangrada por un sueño común. A alguno le vendría bien mirar los ojos del pastor y del perro, aguantar la mirada, la respiración y observar cómo la miseria se muere con la boca cerrada, como los toros que merecen la pena.
Castilla y León forma el mayor corpus patrimonial de España, es decir, de Europa, es decir del mundo. Grecia, Roma, Castilla, América. Ese es el orden y, cuando una tierra es universal, cuando su visión del hombre cambia para siempre el destino de la humanidad y cuando su lengua, cultura y tradiciones son globales, cuesta hablar de hechos diferenciales. El patrimonio de mi tierra es su gente. Y el legado de esa gente, los pueblos. Por eso, donde otros ven piedras, nosotros vemos honor. Donde otros ven goteras y muros fríos, nosotros vemos a testigos mudos de iberos y celtas, de villas romanas, de osarios visigodos, de Reconquistas, de Catedrales, de Caminos de Santiago, de cristianos, de conversos y, sobre todo, de abuelos con vidas duras y cabales en la miseria de la que surgió todo. Esos son los nuestros. De ahí venimos y hacía ellos vamos.
En Quintanilla está enterrada mi abuela Flora, junto a sus hermanas María y Paula. Cuando vamos a visitar su tumba, siempre llueve y yo sé que es ella limpiando el ambiente de polvo. Hay más dignidad en esa tumba que en todo el siglo XXI junto, porque el patrimonio no es otra cosa que nuestra sangre y, sus grietas, las arrugas. Es lo único que tenemos. Sin duda, mucho más de lo que merecemos.
(Este texto fue publicado originalmente el 14 de mayo de 2020 cerrando uno de los tres tomos del suplemento sobre ‘Patrimonio’ de El Norte de Castilla)