El problema son los matices. O blanco o negro, o todo o nada, o fachas o rojos. Y si no, la acusación de equidistancia, de mediocridad, de maricomplejines. Uno podría escribir las columnas más tristes esta noche, logrando quedar mal con todos, esto es, el antipopulismo como aspiración, la agitación como una de las bellas artes. Y no pasaría nada. Buscar el aplauso es una forma, como otra cualquiera, de esclavitud. Decía Unamuno: «si quieres vivir de ellos habrás de vivir para ellos. Y en ese caso, mi pobre amigo, habrás muerto». Como no quiero morir, no viviré de ellos ni, por lo tanto, para ellos. Esta ha de ser la base de la formación de una persona: si quieres acceder a ciertos bienes o servicios has de generar antes al menos el valor de aquello a lo que quieres acceder. Este es el concepto de lo justo. Si no eres capaz de hacerlo, los demás te vamos a ayudar. «Pero entonces, mi pobre amigo, habrás muerto».
La alternativa a la renta mínima es la revolución y la sangre. La gente tiene la mala costumbre de ponerse nerviosa antes de morirse de hambre. La vida es lo que es, no lo que nos imaginamos que es. Hay muchas personas incapaces de salir adelante. La responsabilidad muchas veces es suya. Muchas veces, no. Solo el que viva de una ayuda que los demás nos quitamos del bolsillo para dársela a él sabrá si es responsable o no, si es un vago o no. Si, en definitiva, es un estafador o no. Si está matándose para revertir esta situación y encontrar un empleo, aunque sea mal pagado, o no. No creo que haya muchas formas de averiguar la motivación profunda que esconde cada alma humana y quizá cambiemos el aforismo: «Dale un pez y comerá un día. Dale una renta básica y venderá hasta la caña». Pero si como sociedad queremos seguir avanzando necesitamos que nadie pase hambre, que todos tengamos educación, sanidad y una dignidad mínima que nos permita no avergonzarnos de nosotros mismos.
Pero del mismo modo, para seguir avanzando como sociedad, los receptores de este salario mínimo tienen que saber que están viviendo porque el resto de españoles nos estamos haciendo cargo de su incapacidad para salir adelante por si mismos. No es justicia social. Es inteligencia social. No se lo damos porque lo merezcan ni porque sea suyo sino porque es lo mejor para todos, porque el grado de civilización es mayor al del rencor.
Dicho esto, el problema es de dónde sale la pasta. ¿La vamos a quitar de otras cosas? Ojalá. Se me ocurre que los del cine estarían encantados de renunciar a sus ayudas para que los mas necesitados puedan comer. O sea, que no. Y como esto sale de los presupuestos generales del estado y no se va a recortar de otra cosa, será sufragado por deuda. Es decir, que algunos vamos a endeudar a nuestros hijos mañana para que otros puedan comer hoy. Porque el que no recibe un salario mínimo lo está pagando, hay que llamar a las cosas por su nombre.
Empezando por nuestro vicepresidente Perón, capaz de crear una base de tres millones de personas que vivan de él, es decir, para él. Y a su lado, Evita. Y no me estoy refiriendo a Montero sino, por supuesto, a Pedro, la diva que canta en el balcón de Ferraz ‘No llores por mi, Argentina’: «Soy del pueblo y jamás lo podré olvidar. Debéis creerme, mis lujos son solamente un disfraz. Un juego burgués nada más, las reglas del ceremonial». Lo malo es que ya sabemos como acaba esto. Queríamos ser Copenhague y acabaremos chamuyando lunfardo.
(Esta columna se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 2 de junio de 2020. Disponible haciendo click aquí)
Sin duda «de dónde sale la pasta» es un problema enorme, y a mí me parece evidente que no será de que los ricos paguen más impuestos.
Pero echando un paso atrás y mirándolo con más perspectiva, comparto el enfoque que lleva unos años dando, entre otros, Enrique Dans, el del final del trabajo.
https://www.enriquedans.com/2019/11/sobre-la-obsolescencia-de-los-trabajos.html