Cuando uno decide escribir, lo hace movido por los versos puntiagudos de Neruda, por el ritmo brillante de Ruano o por la envidia que nace en el corazón tras leer una columna de Umbral. No es una envidia sana, una de esas que te hacen mejorar y aprender, sino todo lo contrario, una envidia paralizante, una sensación terrible de inferioridad que te hace cerrar el libro de golpe y ponerte a escribir cien veces «No volveré a escribir columnas pretenciosas». Cuando uno se pone a escribir es por el amor y por la muerte, que como dijo no sé quién, son los únicos temas. El resto son consecuencias y vueltas de tuerca en un tornillo sin fin.
No hay una sola vocación literaria nacida de la observación de Echenique o de los garabatos esos que dibuja Sánchez para no mirar a la vida a la cara, por poner dos ejemplos desagradables. Uno no escribe para dedicar sus mejores ideas y sus mañanas más brillantes a hablar de lo malo que es Iglesias y lo macarra que es Cayetana. Todo esto me resulta agotador. Tengo la sensación de repetirme. Lo que realmente quiero es escribir crónica rosa, que me parece divertidísima. Las revistas, el papel couché, el cotilleo como derecho fundamental del ser humano. Y no lo digo porque me interese la vida de los demás, que en realidad me da igual, sino por el neoquevedismo, la sátira, el cachondeito y las risas.
Sucede un sábado de esos tontos que te quedas en casa y, en un arrebato de mundanidad, pones ‘Sálvame’. Y lo miras asombrado, como si estuvieras viendo un circo romano con leones comiéndose a cristianos. Es un formato mágico, a medio camino entre la vergüenza ajena y la curiosidad más morbosa, esa que te hacen sentir culpable por no estar haciendo otras cosas más interesantes como, qué se yo, dormir, rezar, rellenar el modelo 303. No te gusta y lo quieres quitar pero no puedes, estás atrapado en un fango de inmundicia del que de repente sale Jorge Javier Vázquez enloquecido, con la vena del cuello como Camarón en el 89, defendiendo la catastrófica actuación del gobierno y, a la sazón, humillando a Belén Esteban en un ejercicio de machismo, autoritarismo, bajeza intelectual, ausencia de escrúpulos, cinismo y agresividad que yo creo que debería hacer actuar de oficio a Irene Montero. Le faltó decir: «Calla, paleta, aquí solo hablamos los progres catalanes, que somos seres de luz. Tú a fregar, ser inferior, que no sabes con quien estás hablando».
No seamos ventajistas: la izquierda no es esto. La izquierda es algo mucho más serio que Jorge Javier comiendo fuet como un Lenin de Badalona. Aunque también es algo mucho más serio que Sánchez, que Lastra, que Calvo, que Simancas, que Montero y que de toda esta tropa de mediocres que tiran por el suelo el pensamiento de izquierdas y que denigran cada día a todos aquellos que han hecho algo por los trabajadores desde lo académico, lo intelectual y la altura moral. Si Txiki Benegas, por poner un ejemplo, se hubiera imaginado que hoy por hoy, el paradigma de defensor del PSOE es un tal Jorge Javier Vázquez pegando berridos totalitarios y mandando callar en la tele a una chica de San Blas, hubiera sentido vergüenza. Más o menos la misma que sentimos los demás al comprobar que, cuando el Congreso se convierte en ‘Sálvame’, lo más lógico es que también ‘Sálvame’ se acabe pareciendo al Congreso.
(Esta columna se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 23 de junio de 2020. Disponible haciendo clic aquí)