
Me pregunto cómo lo hace la gente para enterarse de las cosas tan rápido. Yo me encerré a escribir el viernes por la tarde y cuando miré el móvil era domingo y mi panadera insistía que a las diez eran la ocho. No deja de sorprenderme la facilidad con la que se implantan medidas imposibles. Entiendo que una noticia como el adelanto del toque de queda pueda llegar de modo inmediato a una persona pegada a la prensa y también entiendo que este tipo de bombas lo tienen todo para difundirse por whatsapp, pero yo no vivo pegado a un teletipo y tengo la sana costumbre de sabotear mis comunicaciones con el exterior cuando leo, como un inhibidor de frecuencias.
Me cuesta comprender que una persona que lea, que escriba, que duerma o que simplemente resuelva sudokus, se entere de todo de manera instantánea. ¿No existe ya la posibilidad de aislarse sin infringir cuatro o cinco leyes? ¿Nos hemos convertido en simples nodos que comparten paquetes de información? ¿Ha llegado ya el ‘Telehombre’ de Nietzsche? Yo creía que, para estas cosas, el estado tendría a dos funcionarios de esos que fichan cuando hay que hacer de funcionario –abúlicos, enigmáticos, soviéticos– y que los mandarían a las casas de los viejecitos y los escritores para explicarnos que a las ocho en casa, so pena de viajecito a Siberia. Algo que, para un castellano, por cierto no deja de ser un destino que roza lo tropical. Pero no. «¿Se habrán enterado de esto en mi pueblo?», me preguntaba mientras pellizcaba el currusco sospechando que mi panadera podría ser, en realidad, un agente doble. ¿O es que no queda ya nadie que apague el móvil y salga con su perro a ver las cencelladas y, después de una larga caminata, se siente a tomar medio litro de vino y un trozo de queso en la bodega, aislado de todo y de todos? ¿No hay nadie que pase un día sin tele, escribiendo el arranque de un poema o recordando cómo se parece el olor de este frío al del patio del colegio en nuestros recreos de los ochenta?
Yo no me suelo enterar de nada porque vivo en un toque de queda permanente y bajo la peor dictadura, que es la de calefacción central. Por eso, lo de las ocho de la tarde me parece poco ambicioso. Yo propongo a Mañueco que cierre antes, que da tiempo de sobra. Me he organizado y las 5 de la mañana pondré el despertador, con ese sonido como de Blitz que me provoca un microinfarto cada mañana. Saldré de mi lecho, otrora conyugal, y ocupado ahora por Mía, mi gata, que es muy mona pero ronca como un minero. Me tomaré un café negro, frío y sin azúcar, como el corazón de Ábalos y a correr entre la niebla para que no me vea nadie, que uno tiene una mala imagen que conservar y no se puede pasar sin más del Negroni al pulsómetro. Saludaré a Berzal, que, a esa hora ya habrá recorrido su primera media marathón de la jornada y habrá escrito un par de columnas acerca de la postura del PCUS en la crisis checoslovaca del 68. Pero yo, a lo mío. Siempre he pensado que lo de ‘más alto, más lejos, más rápido’ es una macarrada. Yo soy de Morante: ‘más bajo, más cerca, más despacio’.
Así que a las 6, ducha y chicuelinas con la toalla. A las 7 misa, a las 8, vermú y a las 9 unas lentejas. Café, Machaquito, una siesta y ya tendríamos el día hecho para teletrabajar y teledignificarnos como auténticos telehombres en teletiempos de teleadministración telemática. Últimamente he notado que me tiembla un poco un párpado, pero me miro al espejo y resulta imperceptible. Empiezo a sospechar que puedo estar pillando wifi. Como se entere Igea, inaugura conmigo la administración telepática.
(Esta columna se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 19 de enero de 2021. Disponible haciendo clic aquí).