
Todo comenzó con la puerta de la terraza de mi salón. Lo llamo terraza por no llamarlo paso de palio, que es lo que en realidad es, un metro cuadrado como una cabina telefónica, pero sin paredes. Una cosa absurda con vistas al autobús número 9, que cambia de marcha justo ahí, como si, en lugar de un conductor, el bus estuviera movido por costaleros que quisieran homenajearme a mi y asustar a mi gata con esa vibración inhumana de motor revolucionado en los cristales. Yo le tiro pétalos de rosas con la efusividad del converso y canto saetas a la línea 9, que une Parquesol con Delicias, que es como unir sabores imposibles en la cocina oriental. El 9 es la salsa agridulce de los buses. Toma greguería.
Fue el picaporte. No sé cómo exactamente, pero ha dejado de funcionar y no cierra, así que tuve que decidir entre tener la puerta siempre abierta o siempre cerrada. Tardé dos segundos en decidir que mejor cerrada, habida cuenta de que vivo en un clima pre-criogénico y que un día que perdí las zapatillas, las encontré bajo una capa de termafrost, junto a un cachorro de lince ibérico. Mi amigo Tomé me dijo que no pasaba nada, que solo era cuestión de buscar una pequeña pieza y que eso era todo. Recorrí la ciudad entrando en todas las tiendas de ese tipo -no sé ni cómo se llaman-. Ferreterías, supongo, aunque en mi cabeza las ferreterías eran otro tipo de establecimientos, casi como profundas minas de hierro con mostradores llenos de colillas de Ducados y, en cambio, donde yo he estado venden casi todo lo que un hombre de verdad -me autoexcluyo- puede requerir la mañana del sábado para arreglar cosas y poder salir de casa con permiso de la autoridad. La ferretería es el pasaporte al vino. Segunda greguería.
No la encontré, esa pieza no existe, por lo que tengo en el salón una puerta cerrada para siempre. Pero no del todo, he notado que por alguna rendija entra frío. Lo de menos es que ahora tenga que ver la tele con bufanda y gorro. Lo importante es que, debido a las glaciaciones, huracanes y lluvias torrenciales, la pared anuncia humedad y el rodapié empieza a tener mala pinta. Yo miro la escena como quien mira un cuadro de Vermeer y empiezo a ver intencionalidad política en el uso magistral de los grises. Ahora tengo que cambiar una puerta, un rodapié y pintar el salón entero. Y claro, aprovecharé para cambiar el sofá, que debe ir a juego y que tiene que medir tres metros para que mi hija y yo podamos leer tumbados, pero sin ‘chaise longue’, que es el melón con jamón de los muebles -tercera greguería- y que solo sirve para almacenar libros, puzzles, bufandas y, por lo que estoy viendo, debajo de todo, el iPad que no encontraba.
Ya que estamos pintaré toda la casa y reorganizaré mi biblioteca para poner delante un ‘chester’ con manta de cuadros, alfombra retro y mesilla de apoyo, para escribir. Y simularé una chimenea. Y, ya puestos, voy a arreglar la cadena de música, que tiene unos buffles noventeros que tirarían abajo el edificio. Y cambiaré la bañera por un plato de ducha, que no soy Cleopatra. Quizá sea el momento de poner nuevos colchones, que estos han soportado varias hecatombes, no solo externas. Me planteo echar un ojo a la cocina, que hay muebles ya muy pasaditos, como de haber visto pasar muchos cocidos.
Yo solo quería abrir la puerta de la terraza, pero he generado un efecto mariposa que me ha hecho plantearme si quizá será más fácil vender la casa y empezar de cero, haciéndolo todo bien desde el principio. Y entonces me he sorprendido pensando en lo mucho que todo esto me recuerda a España. Ahí tienen la cuarta.
(Esta columna se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 26 de enero de 2021. Disponible haciendo clic aquí).