De pequeño, en lugar de «¿Quién teme al lobo feroz?» yo cantaba «¿Qué tiene el lobo feroz?», como si fuera una adivinanza que consistiera en averiguar lo que el lobo tenía o dejaba de tener. Digo yo que esa obsesión venía por haber crecido con Caperucita, los tres cerditos y aquel tal Pedro que mentía siempre –«¡Que viene el lobo!»– y que, cuando un día llegó de verdad, nadie lo creyó. Ahora que lo pienso, tiene toda la pinta de que ese Pedro fuera Sánchez. 

Los cuentos enseñan a los niños a adaptarse al entorno en el que van a vivir, a los peligros reales de estas tierras. Los alertan del lobo, de ese ladrón que se lleva los lechones, los lechazos y los terneros con cuya cría se gana la vida su familia. Pero ya nadie lee cuentos de lobos para no estigmatizarlos. Los niños se educan viendo a youtubers. Aún peor: a políticos con piel de cordero. El pasado jueves, la Comisión Estatal para el Patrimonio Natural y la Biodiversidad prohibió la caza del lobo al norte del Duero. Yo no sé quienes son los genios que forman esta comisión, pero los pondría a todos un zurrón y los mandaría a mi pueblo para que, antes de legislar, observaran el aterrador trote del lobo solitario, su aullido congelándoles hasta el aliento y su mirada amarilla, poco digital, nada resiliente, cuando salta la verja del establo.

En esa comisión ha participado el Ministerio para la Transición Ecológica -que es el Ministerio para la Transición hacia la Nada- y las comunidades autónomas, algunas de las cuales han votado en contra de cazar lobos. Justo las que no han visto uno en su vida, claro. A mi me gustaría que nosotros votáramos ‘sí’ a la cría de tiburones blancos en las playas de Cataluña o a favor de la integración de las orcas en los barcos que pescan gamba roja de Denia. O mejor aún, obligarlos a que vean cómo el lobo se lleva a los corderos y tengan que limitarse a pedirle, por favor, que no se coma al niño porque no podrán dispararle. Tendrán que llamar a la Guardia Civil, que dejará al lobo en libertad sin cargos, supongo, mientras a ellos se los llevarán al calabozo por fachas en grado de tentativa.

Al norte del Duero lo que de verdad está en peligro de extinción no son los lobos sino los pastores. También los euros, ahora caminito de las cuentas corrientes del lobby pijo-ecologista. Aún no han entendido que no hay nada más ecologista que un pastor o un cazador, que sin hombre no hay campo sino selva, que sin ganadero no hay ganado y que, sin todo lo anterior, lo de la España vacía será algo literal, un desierto no solo demográfico en el que todos acabarán tirando la toalla y las esperanzas al cesto de la ropa sucia ‘ecolojeta’. El ecologista es un lobo para el hombre. 

Como sigamos así, no solo estará en peligro de extinción el pastor sino el ser humano en general, que, en realidad, nunca ha dejado de ser una anécdota en estas «llanuras bélicas y páramos de asceta», en estos ingentes campos de soledad en los que hay más ovejas que personas y más mascotas que niños que jueguen con ellas. 

El lobo es un hombre para el lobo. Hace lo que tiene que hacer, que es matar corderos. Y el ganadero hace lo que tiene que hacer, que es defender a sus animales matando a esos lobos llegado el momento. Y ya está, o tú o yo, esto es la naturaleza, esta es la vida sin gilipolleces, esta es la verdad bajo la moqueta eco-progre.

Por cierto, ya sé la respuesta a la pregunta de mi infancia. «¿Qué tiene el lobo feroz?». 

Tiene hambre.

(Esta columna se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 9 de febrero de 2021. Disponible haciendo clic aquí).