El ‘Negroni’ tiene una parte de vermú rojo, una de ginebra y otra de Campari, o, lo que es lo mismo, una parte de dulzura, otra de amargura y la ginebra como un bofetón transparente que liga el bien y el mal, como un jueves por la tarde. Exactamente eso era David Gistau, una parte de niño grande que disfrutaba como un hedonista salvaje, como si cada día fuera un batido de chocolate de dos litros que te encuentras en el frigo, un trago interminable al mosto de tu hija, un villancico. Otra parte de huérfano, que es una herida que nunca cicatriza, un enfado endémico, un resentimiento crónico, como si la dulzura previa fuera solo una inocentada de la que nadie lo hubiera avisado y, de repente, lo hubieran soltado en el plató y te enteraras en directo de que has estado haciendo el ridículo toda la vida, como si la felicidad de las fotos fuera un trampantojo que escondiera la realidad, el desencanto, la frialdad, una vacuna antiutopías que destruye los mitos, igual que los iconoclastas quemaban las estatuas. Y la última parte, la ginebra, la unión imperceptible y líquida de esas dos almas, que es el periodismo, el ‘puto folio del columnista’, la escritura como vaso mezclador de todo.

El 4 de febrero salía a la venta El penúltimo negroni (Debate), una selección de las mejores columnas de David Gistau, brillantemente hilado y estructurado por David Lema, que hace de director de una orquesta inmóvil, un trabajo nada sencillo, porque lo primero que se puede exigir a una columna es que no se mueva y estas aún respiran. Pero Lema lo resuelve de modo sobresaliente sin que se note su presencia, que es una tentación demasiado grande, la misma que pasarse de ginebra en el negroni. No lo intenten: cualquier intento de alterar las medidas lo arruina todo y Lema es un bartender de los buenos, de la escuela de Juan el de El Colmao, que te trata como el gentleman que ya eras y aún no sabías. Es una cuestión de medidas, como un hechicero con ese cubilete de acero inoxidable que tira los dados cada noche a ver qué sale. Pero sabes de sobra lo que va a salir, un tercio de cada cosa: mala leche, erudición y humor. No tiene más misterio, pero si te pasas de algo se arruina todo.Es solo eso, un tercio de ironía, un tercio de ideas y un tercio de impostura, como un uppercut final que te revienta el mentón y te gana a la vez por KO y a los puntos. Puro Gistau.

Hay una diferencia entre deberte al lector y obedecerlo. Hay una diferencia entre liderar y pastorear. Hay una diferencia, sobre todo, entre el servicio y la servidumbre y Gistau hizo algo que yo no había visto nunca, que es amargarnos a sus lectores el primer café de la mañana, diciendo de vez en cuando lo contrario de lo que queríamos oír. Yo recuerdo cerrar el periódico de golpe, tirarlo en la barra como si fueran las llaves al entrar en casa y mirar a los lados indignado, como necesitando comentarlo con alguien. Puto Gistau. Luego se me pasaba y me daba cuenta de que tenía razón, claro, y que alguien tenía que decirlo. Y ese alguien era David, no había otro. Esa valentía es importante. Es muy sencillo hablar contra el aborto en la hoja parroquial, pero donde hay que hacerlo es donde no te quieren escuchar, que es donde hace falta.

De eso se trata, de molestar un poco, de agarrar por la pechera a quien te lo pida, porque esto es libre, nadie te obliga a estar leyendo esto y puedes irte cuando quieras. Pero lo de la pechera no es epatar por epatar, está bien ser «terrible» cuando eres un enfant, pero comienza a ser ridículo con cuarenta y tantos y un examen de próstata en media hora. La provocación es solo un medio, la consecuencia de decir lo que tienes que decir nunca es un fin. Si tu único discurso es provocar, lo más probable es que no tengas discurso. Y eso nos lo enseñó David, la contención como base del columnismo, la lima contra el exceso lírico, contra el exceso de pose, contra todo tipo de amaneramiento formal e intelectual, contra la saturación de intensidad. Porque se ha hablado mucho de la perspectiva como base de la opinión, pero de David aprendimos que más importante aún es la distancia, que está muy bien conocer todos los puntos de vista antes de interpretar el objeto, pero que está mucho mejor que el mirador desde el que te sientas a hacerlo esté lejísimos.

No se puede escribir como si te fuera la vida en ello, no se puede hacer política, solo somos escritores. Por supuesto que un columnista debe tener una cosmovisión, pero nunca un programa electoral. No se puede trabajar para decir lo que le conviene a un partido. No estamos para eso, estamos para otra cosa y hay que escribir como el que rellena los datos del padrón municipal, como quien pone el ticket del aparcamiento, con ese desapasionamiento que solo da la madurez, el refinamiento de las papilas gustativas, el Campari.

Desconfíen de los que bebemos Campari, es como un tatuaje del talego, una cicatriz de espejo. A los que les gusta el Campari es porque ya lo han probado todo y nada les vale, nada les llena, el ron, el whisky, el vino, las burbujitas, la pajita esa de la hierbabuena. Ya da igual, se necesita otra cosa, ese puñetazo de bilis, la hiel como aspiración, el masajista que te mete el dedo en la contractura, el niño que te aprieta el moratón para ver si duele. Sí, sí que duele, claro que duele. Pero no podemos evitarlo, ya estamos cansados de zumo de naranja de bote, somos adictos a esa barrera que el cerebro te pone, como avisándote de que eso no puede ser bueno. Éramos adictos a David, a la vida sin artificios, a sus bombas lapa derribando atriles, a mandar cabezas de caballo en forma de margaritas recién cortadas, a no tomarse demasiado en serio nada para no resultar caricatos, líderes de sectas ni segmentos de Tezanos.

La actualidad huele a bata de churrero. La política hiede y el otro día hablaba con Chapu Apaolaza de que tenemos la sensación de estar volando en círculos, de estar malgastando páginas diciendo chorradas, analizando frases hueras de personas que no lo merecen, que no paramos de ser ingeniosos para no decir la verdad, que si nos ponemos serios nos sentimos como esos columnistas que dedican páginas a decir que no hay que quemar los bosques. ¿Qué haría David? Esa es la pregunta. ¿Cómo enfocaría David esto? Ahí estamos todos, me temo. Habrá que salir, pero no me da la gana, al menos aún, intentaré poner cara de boxeador, aunque la realidad es que escribo esto con una gata en las piernas que me mira como preguntándose qué hago dando golpes a las teclas en lugar de salir a oler la incipiente primavera. Pero la actualidad, gracias a Dios, tiene las horas contadas y cada columna es una falla valenciana que arderá y se olvidará. Al final solo queda lo eterno, solo queda lo que queda cuando no quede nada.

El recuerdo es la forma superior de la substancia y Gistau se descojonaría de todo esto que escribimos de él. Supongo que se escondería, lleno de pudor y vergüenza ajena, a ver cómo encajar a Mbappé con Haaland y a reírse de todo. Y diría algo así como «yo solo escribo porque mucho peor seria tener que trabajar». Supongo. Sirva el entrecomillado, por cierto, como corteza de naranja. Y a la mesa, que estamos tardando.

(Este texto se publicó originalmente en El Debate de Hoy)

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