
Bajan nerviosos desde la Universidad por Librería. Han apagado los semáforos en Santuario y está llena Alonso Pesquera. Llegan ciegos por Núñez de Arce y Fray Luis de León en una hoguera de ojeras y gafas de sol. Vienen rápido por La Merced, asoman por Colón con la respiración contenida y desembocan en Santa Cruz, que es como desembocar en el siglo XV para ver renacer al mismo Renacimiento. A mi derecha, la Virgen del Colegio, mi infancia, mi patria. A mi izquierda, Carmelitas. Frente a mi, el Palacio y, detrás de él, un sol tímido y Trastámara que va subiendo despacio para encontrarse cara a cara con la luz, con la única Luz verdadera, la que está en la capilla más oscura esperando para deslumbrar el Jueves Santo y llenar las calles de muerte magenta y vida.
Alguien golpea la puerta, pero es Valladolid quien llama. Y es Valladolid quien sale, lentamente, cargando sobre sus hombros al hijo de Dios en un silencio de iris morados y madera eterna, madera vieja, madera sagrada y contrarreformista con sangre en las rodillas y astillas en las cejas. Están callados los niños y los viejos, las bocas abiertas y las lágrimas. Están de pie los gorriones, han crecido los árboles más altos, explotan de vergüenza los jardines. Sabe a cruz la primavera, la luz febril del abril más decadente y la cristiandad es hoy una nación de luto. Sueños de Corte y, tras una nube de incienso, Dios.
Es Valladolid quien mira y es Valladolid quien sueña. Como si tuviéramos otra opción, como si pudiéramos hablar, como si alguien se pudiera acostumbrar a contemplar desde abajo a nuestro Señor muerto y lanceado, como si desde esta altura mínima no fuera aún más oscura la muerte. Dios mío, ¿qué te han hecho? ¿Qué te hemos hecho? «Si tu es Christus filius Dei descende nunc de cruce».
Todo está consumado, menos tú.
Avanza la Cruz y es Valladolid quien anda. Ojos hundidos, labios morados, tensos los brazos muertos. Acaba de morir el Maestro y el mundo se apaga en las tinieblas de sus ojos entreabiertos. Cantan «Gaudeamus Igitur» y es Valladolid quien canta, sordos de silencios huecos y la ciencia se rinde ante la Verdad. Se pasa la Colegiata borgoñona, se pasa La Antigua de Ansúrez y es Valladolid quien pasa. La Luz se hace en la Catedral Habsburgo, en esa rampa de Calvario, de madera sobre madera, varales arrastrados y rostros cetrinos que buscan refugio en Dios.
Se expira mirando hacia arriba, buscando al Padre, pero se muere mirando hacia abajo, mirando al hombre. Sin Cruz no hay Cristo y sin Cristo no hay salvación. Muere Jesús y es Valladolid quien muere, con los labios aún abiertos por las Siete Palabras recién dichas. Labios de sed, arena seca y polvo de estepa castellana. Gloria eterna al Salvador. Odio eterno a Mendizábal.
Se recoge ya el Cristo, se acaba la luz y es la Luz quien se recoge. Velas blancas, mantillas negras y nudos en el estómago de vuelta por Librería. Caen algunas gotas y se levanta el viento, un viento extraño que va de abajo a arriba, como si quisiera acompañar a Dios hasta el cielo de Castilla. Se han ido ya los gorriones, se esconden los árboles altos, solo hay tierra en los jardines. Siguen callados los niños y los viejos, todas las bocas cerradas, secas ya todas las lágrimas. Está callado el Señor y es Valladolid quien calla.
(Esta columna se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 1 de abril de 2021. Disponible haciendo clic aquí).