
En San Pablo hay una estatua de Felipe II mirando el palacio en el que nació. Siempre que paso me pregunto por qué no ponemos a su lado una de Felipe IV mirando su casa natal, el vecino Palacio Real. Al fin y al cabo, es tan vallisoletano como su abuelo y su imperio fue aún mayor, en pugna con el de su padre, Felipe III, que vivió en ese mismo palacio y que también debería tener ahí su estatua contemplándolo. Ya que estamos, falta una estatua de su respectivo padre, abuelo y bisabuelo, Carlos V, mirando ese mismo palacio, que no solo fue su lugar de residencia, sino que, además, mandó construir. O cerrar el círculo poniendo la suya mirando a San Pablo o al Colegio de San Gregorio, donde el Emperador celebró numerosas Cortes y donde se le recibió cuando llegó a España. Si hay un apellido vallisoletano ese no es García sino Habsburgo. Los Austria españoles son vallisoletanos, son de aquí, como lo es Ana de Austria, que no tiene estatua pese a haber sido reina de Francia y madre del rey Luis XIV. Se ve que lo de ‘Rey Sol’ le viene del resplandor del cielo en la tierra de su madre, vía Trastámara. Porque los Austria vallisoletanos, de Austria solo tienen el apellido y el prognatismo. En realidad, son Trastámara. Su inteligencia, elegancia, cultura, fe y austeridad conectan más con Castilla que con Viena. No digamos ya con Flandes.
Trastámara, otro apellido vallisoletano. Ya puestos, deberíamos seguir con una estatua para Isabel la Católica, que se casó en Palacio de los Vivero y vivió en Valladolid. Mi amigo Manu, que es Vivero, dice que nos cede sitio y blasón. Habría que continuar con su hija, la reina Juana, que también residió aquí, igual que su otra hija, Catalina, reina de Inglaterra. O su hermano, Enrique IV, que tuvo su palacio en Teresa Gil. Y otra estatua a su padre, Juan II, que vivió y murió en esta ciudad. Estatua para su abuelo Enrique III, que residió en el palacio situado en el actual archivo, antes San Agustín. Estatua, por supuesto, para su mujer, Catalina de Lancaster, que fue reina regente de Castilla y vecina eterna de esta ciudad.
También vallisoletano el apellido Borgoña. Pido estatuas para Pedro I y Alfonso X, que se casan en la Colegiata, pido estatua para Sancho IV que nace en Valladolid y para María de Molina, su mujer, que vivió aquí y reinó en Castilla como regente. Por cierto, este año hace setecientos años que murió. Espero que alguien se acuerde de ella para hacerle un homenaje más emotivo que la peatonalización de la calle que lleva su nombre. Tienen hasta el 1 de julio. Estatuas para Fernando III y para Berenguela, ambos coronados en Valladolid y estatua para Enrique I, que, aunque murió siendo niño, vivió en el Alcázar –hoy Hospedería de San Benito–, como también lo hicieron Alfonso VIII y Alfonso VII. Estatuas para ellos también. Estatuas para todos los ilustres.
No sé si somos conscientes de todo esto. No tenemos una placa en el taller de Gregorio Fernández, ni en la casa de Juan de Juni, ni en la primera casa de Cervantes, ni en el palacio de Rubens, ni en la imprenta de Librería donde se vendió por primera vez El Quijote en el mundo. Cualquier otra ciudad tendría un parque temático, pero aquí tanta historia nos ha anestesiado, nos ha vuelto insensibles a nuestro pasado, al legado que custodiamos para los que vienen detrás.
Necesitamos estatuas, placas, pelos de punta. Necesitamos que cada vallisoletano sea consciente de dónde vive y que cada visitante camine medio metro por encima del suelo cuando sea súbitamente consciente que está pisando la historia de España, de Europa y de América y nadie se lo había contado. Deberíamos besar el suelo que pisamos. De momento, me conformo con que llenemos ese suelo de estatuas. Y los cielos de sus vencejos.
(Esta columna se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 15 de abril de 2021. Disponible haciendo clic aquí).