
La mayor pérdida de la edad adulta es la del ideal del amor. Puede que la segunda sea la percepción del sábado como mejor día de la semana y no como esa rutina interminable durante la cual uno solo desea que llegue de nuevo el lunes para volver al trabajo. A que le humillen, pero menos. La tercera es, sin duda, la del ideal del progreso, esa fe irracional en que todo problema tiene solución y que además esa solución se encuentra en el futuro, en un lugar indeterminado entre mañana por la mañana y el día en el que todo se vaya a la mierda, que -no tengo dudas- será un sábado de agosto, a las cuatro de la tarde y a mi me pillará en una terraza mirando cercos de sudor en axilas ajenas, del mismo color azul-Camacho que tiene la tristeza.
En esta fe laica confluyen todos los progresistas, es decir, tanto liberales como socialistas. Todos comparten esa creencia pueril en que hay un futuro mejor y solo difieren entre ellos en la vía para llegar a esa Arcadia feliz, en la receta que aplicar al enfermo. Los conservadores, en cambio, saben que no todo tiene solución y que, más bien al contrario, lo que existe es un enorme riesgo de que estos vendedores de crecepelo destrocen todo lo que se ha conseguido. Quizá madurar sea solo eso, entender que hay cuestiones que no tienen solución y aceptarlo con un estoicismo gris y un hartazgo desapasionado. Esto no encaja bien con los tiempos que corren, más afines a cantamañanas con tuiter que a las meditaciones de Marco Aurelio. Conviene recordar que, digan lo que digan los hooligans de la ficción progresista, no todo tiene solución, que el dolor es inherente al ser humano, que la frustración también lo es, que la convivencia crea problemas y que el mero hecho de desear con todas tus fuerzas que exista una solución, no la convierte en posible. Sería lo mismo que reducir todo a un asunto de voluntad. Pero es que veces, no solo no es posible sino que ni si quiera es deseable, ya que solucionar un problema abre las puertas de otro problema potencialmente mayor aún que el primigenio.
Lo de Cataluña no tiene solución y, si la hubiera y fuera la que propone Sánchez, se abriría la puerta de que en Castilla cojamos unos adoquines y vayamos a la Delegación del Gobierno a pedir lo mismo, ya que el PSOE ha habilitado eso como vía política. No hay solución. Ya está. Podemos darle todas las vueltas que queramos, pero no existe solución en el hecho de que la mitad de los catalanes quieran ser independientes de España y en que, eventualmente, algunos intenten escenificar esa neurosis colectiva dando un golpe de estado. Ellos no van a parar y nosotros, los civilizados, tampoco. En honor a la verdad, tampoco quiero una ‘solución’, así escrita con luces de neón. Me conformo con que cumplan la ley como todo hijo de vecino. Hay que recordar que el problema catalán no es nuevo y ya acabó -casi incluso físicamente- con Juan II, el padre de Fernando el Católico, allá por el siglo XV. Seis siglos después, sigue igual. No hay solución de ningún tipo porque el delirio nacionalista, como el delirio reaccionario -si es que no son el mismo-, no opera sobre lo real sino sobre lo simbólico e intentar buscar una solución en estas condiciones solo lleva a la melancolía y a la frustración. Por eso hay que aceptar que la solución es ninguna, aguantar la retórica, las chorradas, las pancartas y, cuando se pase de las pancartas a los adoquines o de la retórica a los golpes de estado, tener toda la fe en la Policía y en el Supremo.
Madurar es comprender que hay cosas mas importantes que tú, extremo del todo impensable en una sociedad adolescente. Eso e interiorizar que el PSOE no es de fiar. Abandonen, pues, toda esperanza. A otra cosa.
(Esta columna se publicó originalmente en ABC el 8 de junio de 2021. Disponible haciendo clic aquí).