La diferencia entre escribir e ir al psiquiatra es que con el psiquiatra se te va la pasta y con el columnismo entra. Por lo demás, muy parecido, sacar la basura en voz alta y que el de enfrente te vea chirriar. Esto lo digo de oídas, nunca he ido a uno. Y así me va. Aunque es posible que esto sea falso, mis últimos años han sido una sesión de psicoanálisis interminable, tengo amigos psiquiatras y los escucho hablar. Uno de ellos mi ex cuñado, aunque su nombre no aparece en la sentencia de divorcio ni en la disolución de gananciales, así que para Dios y para mi, es mi cuñado. Ya se sabe que esa gente no es capaz de desconectar nunca. Ni los psiquiatras ni los cuñados. Son un gotero de aforismos y benzodiacepinas, sobre todo salientes de guardia, cuando se convierten en Miuras hermanados en medio de la madrugada. Pero más oscuro.

El otro día le confesaba que siempre que he estado enamorado he adaptado mi personalidad para gustar a la mujer en cuestión, como un Núñez del Cuvillo o un diputado de Ciudadanos. Lo de ‘adaptar’ es una manera de hablar. En ocasiones directamente la he cambiado por otra radicalmente opuesta, hasta el punto que ya no tengo muy claro quién soy de verdad. Si la chica era tímida, yo tímido de toda la vida. Si era trabajadora y humilde, yo un campesino. Que era María Jiménez, pues yo Ernesto de Hannover. Y así. Lo haces buscando su aprobación, queriendo gustar, pero sucede que con el tiempo se te olvida que todo era una táctica y acabas creyendo que realmente eres así, como si tu personalidad la hubieras decidido tú mismo y no esos ojazos negros que parecían pintados por Julio Romero de Torres. Stanislavskis del amor.

Dickens dice que le merece simpatía el hombre que le demuestra lo que podría haber sido y no es, lo que es igual que decir que le merece simpatía la mujer del prójimo, porque somos sus obras, gollems de barro en la noche de Praga. Y ahora paso las tardes mirando al resto de hombres, escudriñándolos y descifrando cómo podría haber llegado a ser yo si hubiera cometido el error de enamorarme de sus mujeres. Yo ahora sería ellos, un doble, un gemelo potencial separado por el espacio, por el tiempo o simplemente por la sabia decisión de no salir aquel jueves tonto. Esto llega al punto de que, en ocasiones, yo creo ser mi propio sosias. Y es que hay días que me recuerdo mucho a mí mismo. Recuerdo a todas las mujeres a las que he amado, que es lo mismo que recordar todos los hombres que he sido.

Vivir en la falda de una mujer es vivir en la falda de un volcán, cadera por ladera. En ambos casos es cuestión de tiempo que llegue una erupción que se lo lleve todo. Por eso, cuando sucede, no tiene sentido fingir sorpresa. Nunca hay que olvidar que la tranquilidad era falsa, apenas un truco para sobrevivir en el espanto con el sosiego del que veranea en Denia. Pero, al fin y al cabo, también hay hombres que duermen abrazados a una mujer como quien se abraza a una bomba. Como un tedax, por placer.  

(Esta columna se publicó originalmente en ABC el 4 de octubre de 2021. Disponible haciendo clic aquí).

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