Twitter, España y los melones tienen algo en común: una mitad, fascinada consigo misma, se separa de la otra con un cuchillo oxidado y desprecia todo lo que haya quedado en el otro hemisferio. Cuando hablan del resto -los he visto-, lo hacen con arcadas, regurgitando bilis en vez de palabras y ahogándose en su propia soberbia, como Jimi Hendrix, pero sin talento. Y yo no comprendo qué verán en sí mismos para creerse no ya mejores, sino diferentes. Sobre todo: no sé qué verán en el resto que les recuerde tanto a ellos mismos como para odiarlos de ese modo.

Todos se arrogan toda la legitimidad y dan por hecho que los demás son malos, idiotas y corruptos. Si no fueran ninguna de esas cosas no se entendería que no pensaran como ellos, que son la verdad pura, el bien completo, la solución sin aristas. En realidad, no hay mucha diferencia, y lo que piensa la derecha de la izquierda es lo mismo que piensa la izquierda de la derecha. Vamos, que su vecino piensa de usted lo mismo que usted de su vecino, así que si, esperando al ascensor, se encuentra con un bobo solemne, mírese al espejo.

Ambos odian toda España, en cuanto que ambos odian a la mitad de España. Por eso quieren una España nueva en la que no exista la otra parte, es decir, una España revolucionaria, falsa y mítica, una España que no existe. No les vale la que hay y uno no entiende entonces por qué la aman. Se aman a sí mismos, entiendo. Y a su delirio. Por eso hay dos Españas y ambas están muertas. Existe una tercera, la formada por nacionalistas, que odian por igual a las dos anteriores. Incluso una cuarta, la de los españoles-puente, los que intentan poner en contacto a unos con otros, los que miran esto con pena, sin pasión y cada vez con más distancia. Esos son el principal enemigo, claro. Los llaman equidistantes, pero yo no estoy de acuerdo: no están en el medio, sino en los dos lados, porque ambos lados son el suyo y en ambos lados están los suyos. No están en la moderación, sino en la radicalidad de un encuentro. No están en la tibieza, sino en el ardor de un sueño, que es el sueño de la inteligencia. Sin inteligencia no hay convivencia y sin convivencia no hay esperanza.

Pero los españoles-puente no pueden articular más esa esperanza y esa inteligencia a través de los partidos políticos, que no solo no son la respuesta a ningún problema, sino que son problemas en sí mismos al terminar con la humanidad y con la capacidad de reflexión. Por ello, hemos de empezar a reconectarnos de espaldas al poder orgánico, fuera de la doctrina, renovando el aire y las ideas para poder mirarnos a la cara, presentar a unos y a otros por vez primera y que cambien la sospecha del mal por un bien en grado de tentativa. Y, sobre todo: hacerlo desde la inteligencia, ya sin estorbos. 

Me temo que no será posible. En realidad, las tres Españas sí que están de acuerdo en algo, que es en volar los puentes y en acabar con esa pequeña parte de España que no odia a nadie. Es decir: con nosotros, los traidores. 

(Esta columna se publicó originalmente en ABC el 15 de noviembre de 2021. Disponible haciendo clic aquí).