Me sorprende que no se esté hablando de lo del Gran Poder en cada tertulia de España, en cada encuentro fortuito, en cada calle. Tengo la sensación de que, para algunos, lo que ha pasado en Sevilla se ha visto como una procesión más, una de tantas, quizá con más fervor y con más gente porque Sevilla es así. Y poco más. 

Pero nada de eso. Lo que acaba de hacer la Hermandad del Gran Poder abandonando San Lorenzo y yendo a tres de los barrios más pobres de España durante tres semanas ha sido histórico, un antes y un después, algo de una audacia, una generosidad y un amor por su tierra nunca vistos. Y de una profundidad inabarcable. La misión evangelizadora del Gran Poder lo ha puesto todo patas arriba, es una lección inolvidable, un toque de atención del que no podemos evadirnos, como si ese llamador nos hubiera despertado a todos de un letargo. El Señor ha salido a la calle y se ha ido directo a cogernos de las solapas para agitar conciencias y recordarnos que esto va de lo que va. En tiempos de los cantamañanas de la guerra cultural, Gran Poder nos lanza un mensaje de hermandad, de compromiso y nos recuerda que es imposible ganar una batalla si esta se libra contra nuestros hermanos. Ya está, eso es todo, ese es el mensaje de Jesús, nuestro lugar es el que es y además no puede ser ningún otro: el Señor que se acerca a los pobres, a los inmigrantes y a los enfermos y que abandona el lujo para ir a la pobreza, Y que, de paso, nos obliga a mirar a donde no queremos mirar, nos fuerza a aguantar la mirada y la respiración ante la estampa terrible de este León de Judá y su silencio atronador delante de la miseria, de las fachadas descascarilladas con la ropa tendida y el tapete del taquillón colgado de la ventana, como si todo fuera un señuelo y con su presencia nos pusiera en suerte una realidad que hemos preferido no mirar. Como diciendo: «Ya no os va a quedar otra».

El mensaje del Gran Poder nos recuerda que no hay que esperar a que vengan a nosotros, que tenemos que ir a buscarlos, que hay que ponerse en marcha y que no hay tiempo que perder. Hablamos demasiado y hacemos demasiado poco. Las cofradías en particular y los católicos en general no podemos seguir absortos en los laureles, en la autocomplacencia y en la comodidad de las basílicas. Y mucho menos viendo cómo algunos utilizan el nombre de Dios como un arma arrojadiza con la que agredir al prójimo. Nuestro lugar solo puede estar con los necesitados. Si no entendemos esto, no hemos entendido nada. 

Nos ha dado una lección el Señor de Sevilla. Salió de San Lorenzo y detrás salimos todos. Porque, le pese a quien le pese, el acontecimiento no es local: lo trasciende. Porque la cristiandad es una nación, quizá la únuca. Y durante unas semanas Roma se ha mudado a Sevilla para ver a nuestro Gran Poder, recto y áspero, serio y callado, erguido sobre su dolor. No hay vuelta atrás: han llenado ustedes las calles de alma. Y el resto nunca se lo podremos agradecer lo suficiente. 

(Esta columna se publicó originalmente en ABC el 12 de noviembre de 2021. Disponible haciendo clic aquí).

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