
Son solo veintisiete segundos, pero uno se sentiría capaz de escribir sobre ellos una trilogía completa, porque lo contienen todo, son un resumen perfecto del mundo, una obra maestra del cine mudo a la altura de ‘El camarógrafo’ o ‘El maquinista de la general’, de Buster Keaton. ‘El camarógrafo de la OTAN’, de Pedro Sánchez. Sinopsis: «Un hombre preocupado por el rumbo del mundo se refugia en el color coral de su camisa como metáfora sutil del arrecife moral que su belleza representa. Armado solamente con un teléfono viejo y un humilde lapicero, se pone manos a la obra con el nada desdeñable objetivo de salvar al mundo de los malos. Obra radical precursora del cine ‘dogma’ y con un aire teatral y estático que anuncia a Lars Von Trier. Drama».
La iluminación es perfecta, decadente, como si en cualquier momento fuera a sonar Chet Baker y un frenazo en la calle nos avisara de una presencia no prevista que lo fuera a cambiar todo, un ‘Deus ex Machina’ pero en versión sanchista, quizá un ‘Deus ex Madina’. Huele a jazz, sabe a licor del polo, a desodorante de los vestuarios del Ramiro de Maeztu y hasta el grano de la cinta nos quiere llevar a aquellas tardes de sábado de los setenta, cuando siempre llovía y todos los bares eran el bar de Hopper, lleno de humo y soledades. Y en su soledad, la del líder, Pedro no nos mira directamente para no cegarnos. Él mira a la nada porque mira a todo, a un punto fijo que se encuentra detrás de nosotros, y no es otro que nuestro pasado, un lugar simbólico del que nos quiere librar con esas palabras mudas para que nos unamos en un ritmo de palmas sordas, como un tambor prebélico, como un Vía Crucis en la noche de Europa. Pedro se concentra y pone esa cara como de estar a punto de robarnos el corazón y tiene la cadencia del galán de una telenovela venezolana que, en un acto de desesperación y amargura, se preparara para cometer una locura para salvarnos. Por amor, probablemente. Por amor a nosotros. Porque Pedro es el arquetipo del justo y en esa caída de ojos como de ‘Pasión de Gavilanes’, en ese atuendo informal de sábado por la tarde de un comandante en jefe, en el cansancio contenido de sus pómulos chascantes, hay un Atlas de Tetuán luchando por sostener la paz del mundo entero.
Hay algo de homenaje a Gila -«¿Es la guerra?. Que se ponga»- e incluso algunos atisban un recuerdo de Lazarov en ese zoom implacable y grave, que profundiza en el arco argumental y que engancha con la estética del clip de un rapero. Desde luego, el ‘steadycam’ merece un Goya y el montaje también. En algunos momentos, Pedro es diestro, en otros, es zurdo. Y donde otros ven un error de rácord, él en realidad quiere darnos un mensaje de centralidad, de transversalidad, porque él está con unos y con otros, porque él somos todos y está en todos. Y ese es el verdadero mensaje de estos veintisiete segundos: Pedro llama, pero no a Rusia ni a Ucrania. Tampoco a Biden o a Johnson. No, Pedro nos está llamando a cada uno, es una llamada a la conciencia y si el clip no tiene sonido es precisamente para que cada uno pueda poner los subtítulos que quiera. Porque él hace todo nuevo. Jesús Franco catalogó este tipo de cine hace mucho: plano general, un actor muy natural a lo lejos que se acerca en un limbo narrativo sin noción del tiempo y que, tras una larga espera, llega al lugar donde está la cámara y ya está. Nada. Fin de la escena. Lo llamó ‘cine de paleto lento’.
Pues eso.
(Esta columna se publicó originalmente en ABC el 23 de enero de 2022. Disponible haciendo clic aquí).