Yo llegué a Jerez de la Frontera para saludar a mi amigo Tomé, homenajear a Rafael de Paula y coger un AVE hacia Atocha, no necesariamente en ese orden. Luego, desde Atocha un ‘cercanías’ a Chamartín y ya caminito de Valladolid en otro AVE. Porque ya saben que en España hemos sido capaces de hacer túneles que atraviesen Guadarrama, pero somos incapaces de unir Atocha y Chamartín con alta velocidad, por lo que toca bajarse del AVE, cambiar de estación, coger un cercanías y llegar a otra estación donde te espera otro AVE. Es una especie de ‘coitus interruptus’ en el que salimos del progreso y la velocidad para volver a la realidad de la vida lenta, una especie de pausa publicitaria para ver un anuncio del siglo pasado, como si te cortaran la llamada y entre iPhone y iPhone te obligaran a usar un teléfono de rueda rojo. Vamos, que el hecho de que los trenes pasen a trescientos por hora por debajo de una cordillera no parece suponer ningún problema para nosotros, es una cosa normalita, sin más, pero, sin embargo, unir las dos principales estaciones AVE de España, que distan pocos kilómetros entre sí, que están en un terreno llano y a través de un túnel que, además, ya está hecho, eso debe resultar una aspiración técnicamente imposible. Un tren que vaya por debajo del mar entre Francia e Inglaterra, ‘chupao’. Un tren de alta velocidad por la Castellana, ni de coña, por Dios, ¿qué barbaridad es esa? Y es que, además, cuando lo planteas te miran como si estuvieras loco, como si estuvieras poniendo sobre la mesa un deseo mágico que nadie se hubiera planteado jamás. Y como, por motivos obvios, a ningún madrileño le ha tocado hacer ese transbordo, el problema ya no existe y se convierte en una cosa de paletos, una reivindicación de ‘provincias’, ya saben, como si Madrid no fuera una provincia y fuera, qué se yo, un estado, como El Vaticano. En fin, España y yo somos así.

La cosa es que en Jerez fui feliz un rato hasta que, por fin, me subí al tren. Vagón 9, asiento 13C. Pasillo. Y allí comenzó todo. Un niño comenzó a llorar justo detrás de mí, pero no se imaginen un llanto cualquiera, no. Era un llanto desgarrador, desesperado, inconsolable. Su llanto eran todos los llantos. La madre veía una serie en un iPad, aparentemente ajena al suceso. De vez en cuando decía, eso sí, algo como: «Mateo, por mucho que llores va a dar igual», que es como si yo intentara parar a Putin susurrando: «Carta cartulina». Mientras, el niño se desgañitaba llorando. Pero no me gustaría que se imaginaran una cosa normal, una pieza más de la colección de niños que lloran. Nada que ver. Esto fue una obra maestra y Mateo la ‘prima donna’ de la cosa. Qué manera de llorar y de gritar. Qué maestría en Lebrija, qué potencia en Los Palacios, qué horror en Santa Justa. El chaval estaba absolutamente desesperado y roto mientras la madre ya comenzaba a incomodarse porque todo el vagón miraba para atrás, pero no con miradas inquisitoriales sino de curiosidad antropológica. Ya a la altura de Córdoba estuve a punto de coger a Mateo en brazos, achucharle, darle cien besos, llevarle al baño, invitarle a algo en la cafetería, hablar con el maquinista para que le enseñara la cabina, contarle la historia de los trenes, de Sevilla, de Córdoba, de Puertollano e incluso de Ciudad Real, que fijo que si en ese momento llamo a Jesús Úbeda me lo coge y le cuenta lo de las uvas de La Mancha que emigran misteriosamente a la Ribera del Duero. Pero nada. Y el chaval lloraba, lloraba mucho, lloraba siempre. Desesperado, implado, triste indefectiblemente. Y entre Córdoba y La Mancha se estropeó el aire acondicionado. Ah, qué maravilla fue aquello, señores. Qué goterones de sudor, qué abanicos improvisados con los marcapáginas, qué surcos de macho Camacho mientras Mateo berreaba de fondo. Qué cosa más bonita, qué bucólico el tren. Y ahí fue cuando pasó lo que tenía que pasar, claro. El llanto de Mateo despertó a una niña de pecho, que se puso a berrear, y ya saben que el llanto de un bebé es insoportable. No es un modo de hablar, literalmente no se puede soportar, está hecho precisamente para que no puedas convivir con ello y le des comida. O le abaniques. O le cojas. O todo a la vez, lo cual hizo que despertaran a otro niño y este a otro que iba un poco más adelante y a un perrillo que iba en una jaula, montando entre todos un corifeo fatal de llantos insoportables y ladridos, una especie de orfeón donostiarra de la desesperación liderado por Mateo bajo el sol implacable de La Mancha en pleno agosto.

No culpo a Mateo, habría dedicado el día a hacerle feliz si la madre no me hubiera mirado como un machista depravado cuando puse cara de querer ayudar de alguna manera. Como suele pasar, en Atocha Mateo se quedó dormido. Seguro que está bien. El resto de niños cantores de Viena también. Y yo doy gracias a Dios por poner en mi camino situaciones que, como esta, refuerzan mi inequívoco amor por lo estival y afianzan mi decidida admiración por el verano y sus cosillas.

(Este texto se publicó originalmente en la sección ‘Contra el verano’ de ABC el 10 de agosto de 2022. Disponible haciendo clic aquí)

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