Daría la vida por imitar el baile de Abel Caballero en el festival ‘O Marisquiño’ de Vigo, pero me temo que es imposible, esa coreografía está reservada a los dioses. No creo que un simple mortal, bípedo y áptero, pueda realizar esos movimientos de modo premeditado y mucho menos planificado. Porque Abel no baila. Abel sueña. Y lo hace en un mundo adimensional, liberado de las leyes de la física y de limitaciones corporales. Si no lo han visto, no pierdan un segundo, es posible que no vuelvan a ver nada igual en mucho tiempo. Y miren que hemos visto a políticos hacer el ridículo, pero esto es otro nivel, créanme, no es una vergüenza como de campaña electoral, esto son unas convulsiones arrítmicas como de niño poseído, una mezcla entre Chiquilicuatre, los del Tractor Amarillo y la quinta despedida de soltero de Sánchez Dragó. 

Empieza saludando con las manos en alto para, acto seguido, acometer varios giros circulares como de cowboy a punto de pillar a una vaca frisona con una lazada socialdemócrata. Luego sigue con un recuerdo de maracas con ambas manos para entregarse finalmente a una especie de gimnasia que me recuerda a mí mismo cuando aquellas clases de aerobic que había de promoción. Pero hay en él algo diferente, como si le hubieran atravesado el cuerpo con la barra de un futbolín y ahora formara parte de una línea de ataque en un bar de Betanzos. Acto seguido comienza a arrodillarse en síncopas irregulares, tocando el suelo con la mano del lado cuya rodilla flexiona, como jugando a un ‘Enredos’ imaginario. Creo que intenta imitar a Eva Nasarre, pero con hechuras de portero del Celta de Vigo en los cromos de la temporada 78-79, algo así como Jane Fonda cruzada con Pepe Reina. Y ahí da la vuelta para saludar a la otra grada. Y repetimos el sueño de maracas y ese calentamiento en la banda que hacía Isco cuando sabía que no iba a jugar un solo segundo, pero con un toque más folk, con aromas de Muñeira de Carcarosa y recuerdos de polainas trenzando el aire, como un hooligan del Tottenham haciendo tiempo en una gasolinera de Orense.

Y luego la apoteosis: Abel se pone de cuclillas y congela el tiempo con los brazos abiertos, como el de Karate Kid cuando va a hacer la grulla, pero sin arrancarse del todo, como si le hubiera dado la hernia. Y pone la postura del que está esperando el pistoletazo para batir el récord del mundo de los cien metros lisos. Pero, contra todo pronóstico, se tira al suelo. Y empieza a gatear y a girar sobre sí mismo como Iceta imitando a una peonza en Marina D’Or. Son treinta y ocho segundos, ni uno menos. Y los termina retando públicamente al alcalde de Madrid a que baile un ‘Break-Dance’ ante el delirio de un público enfervorizado. Vamos, que se marca un ‘beef’. Y yo me reconozco sobrepasado. Yo sabía que escribir en verano era duro, pero jamás pensé que tanto. Y solo pido una cosa: no respondas, Almeida. Te lo pido de rodillas. O la cosa para aquí o nos comemos a Revilla cantando Motomami.

(Esta columna se publicó originalmente en ABC el 15 de agosto de 2022. Disponible haciendo clic aquí).

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