Valladolid durante el puente de agosto siempre había sido una entelequia, un paisaje lunar, una peli de esas del Oeste en la que entras al bar y te topas con las miradas de hombres con camisa de manga corta que giran la cabeza como Clint Eastwood en ‘El bueno, el feo y el malo’. Son miradas entreabiertas e inquisitoriales con rictus que acojonarían a un granjero de Minnesota. Y, mientras tanto, fuera, rodaban matojos gigantes por la calle bajo un aire caliente y denso, un aire como de peluquería de señoras que, además, sonaba como el silbato de un jefe estación a punto de jubilarse. Lo que habré pasado yo, Dios mío. Lo que habré pasado.

Aquí nunca había nadie ese fin de semana. Los que se iban la primera quincena de agosto no habían vuelto, los que se iban la segunda ya se habían ido, los que tenían solo una semanita habían volado y los que ni una cosa ni la otra, aprovechaban para irse los días de puente a Santander. Y los pocos que se quedaban en estas tierras se iban como locos a las fiestas de Tudela, de Viana o de Peñafiel. Así que aquí, tradicionalmente, entre el río y la vía, entre el Campo Grande y San Pablo, en ese mini estado por el que daría la vida y que se llama ‘Centro’ solo estábamos mi amigo David y yo mandándonos fotos de calles deshabitadas, cuanto más largas y más tristes mejor. Teníamos especial querencia por Labradores, Nicolás Salmerón o López Gómez. Porque creíamos estar solos en la ciudad. Pero solos de verdad, ni un bar abierto, ni un amigo, ni un taxi. Ni una iglesia. Solo él y yo haciendo como que estudiábamos, contando los días que quedaba para el examen de matemáticas de septiembre, para ferias y mirando los fichajes del Pucela en El Norte.

Bueno, pues todo eso ya no existe. El mundo ha cambiado y son solo batallitas del pasado. Este puente, el centro de Valladolid estaba lleno…de turistas. Ni un vallisoletano, de acuerdo, eso sigue igual. Pero hasta arriba de familias, de cámaras réflex, de mujeres con cara de llamarse Mildred y de parejitas que comen a la una de la tarde. Sí, señores. En Valladolid tenemos guiris. Y no estamos acostumbrados. A mí me dan ganas de abrazarlos, de meterlos en casa y hacerles unas lentejas, no sé, me siento responsable de que se lleven una buena impresión, me siento mal cuando veo todo cerrado y lo solvento diciéndoles que es un homenaje a ‘Mad Max’. Y mi compromiso por mi tierra llega hasta el punto que cuando veo alguno mirando el mapa, hago todo lo posible para merodear cerca para que me pregunten. En una de estas me denuncian por ‘stalker’ pero la cosa es que me gustaría llevármelos de vinos, enseñarles la ciudad y pedirles por favor que vengan en otro momento, de verdad, de rodillas si es necesario; explicarles que Valladolid solo es Valladolid cuando acaban las ferias, las tardes se hacen más cortas, caen cuatro gotas y el vientecillo huele a tierra mojada y jersey azul marino. Y que el vallisoletanismo alcanza su apoteosis durante Seminci, que es el punto álgido del calendario, la cumbre de la felicidad.

Así que tenemos una ciudad con los barrios vacíos de vallisoletanos mientras la Plaza Mayor está llena de visitantes. Los vallisoletanos huyen a lugares masificados y los habitantes de los lugares masificados vienen a pasear por la calle Santiago, que son las antípodas conceptuales del paseo marítimo de Denia. Y no sé qué pensarán nuestros visitantes, pero si me preguntan les diré que esto es una performance, un ‘escape room’ que hemos montado y en el que algunos nos quedamos de ‘extra’ para que ellos puedan disfrutar de una experiencia realmente única: bienvenidos a la España medio vacía.

(Esta columna se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 18 de agosto de 2022. Disponible haciendo clic aquí).