El español es el único humano capaz de posponer la tristeza. Simplemente sabemos poner el dolor en pausa, esconderlo en el segundo plano y seguir sonriendo a la cámara como si la vida fuera un videoclip de Mecano. La realidad parece un concepto reservado a los demás, a esos países centroeuropeos con mercados navideños y pasado protestante que llegan los primeros a la pena porque llegan los primeros al olvido. Y los últimos a la playa. Pero nosotros a lo nuestro, en letargo hasta que los niños comiencen el colegio, caigan las primeras tormentas y en las esquinas se formen los remolinos de hojas que vienen a avisar que se acabó la fiesta, que la cosa va en serio, que vuelven las lentejas y que en Ucrania había una guerra.

Y entonces, con la primera noche fría, nos entrará el miedo al invierno, que dejará de ser una metáfora demográfica para convertirse en algo muy físico. Porque usted puede pasar frío, no pasa nada. Somos gente dura y en peores plazas hemos toreado. Pero no sé si estamos preparados para que pasen frío los bebés, los ancianos o los enfermos. Para cerrar colegios y hospitales. No sé si estamos preparados para entrar en casa de la abuela sin sentir en la cara el puñetazo de la calefacción central o para calentarnos las manos abrazando un café con leche. Si no somos capaces de apagar un monumento sin discutir, no tengo esperanzas de que podamos pasar frío sin matarnos. Y entonces pondremos velas al MidCat y haremos como que este ingente fracaso diplomático de Sánchez no importa mientras Macron y él se sigan dando calorcito a base de refriegas en la espalda y en la vanidad.

Pareciera como si hibernáramos al revés, cuando no toca, y al evadirnos de las causas fuéramos capaces de evadirnos de los efectos. Pero no funciona. Los efectos llegan como llega la resaca después de la fiesta y como llega el recibo de la tarjeta levantando un monumento a aquella comida en San Sebastián que, por supuesto, no recordaba. Creo que hay países con menos PIB que aquella mesa. Pero igual da, por mucho que disimulemos, hoy no es un lunes como los demás. Tiene un aire de bostezo y una luz de orfanato. Es un lunes de reencuentros, como si al dividirnos la realidad nos fuera a tocar a menos. Vuelven los compañeros al trabajo, las estrellas a la radio y los políticos al despacho. Y con ellos los asesores y los ‘powerpoints’ psicopáticos con las miradas puestas en mayo. Si en 1816 no hubo verano, en 2022 no habrá invierno y el frío será una sensación nada progresista. Ustedes no lo saben, pero ya estamos en primavera, viendo a alcaldes besando a niños y a presidentes autonómicos besando funcionarios. Y si observamos el miedo atávico que le tienen a Feijóo y la campaña desesperada en su contra, no descarto que también vayamos a generales. Y que el ridículo que está haciendo el PSOE sea solo un entrenamiento para los añitos que se van a pasar en la oposición. Diría que lo están deseando: que se coma otro este marrón. También ellos saben posponer la tristeza.

(Esta columna se publicó originalmente en ABC el 29 de agosto de 2022. Disponible haciendo clic aquí).

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