Estar triste no es estar enfermo. Estar triste es estar triste. Todos lo estamos en mayor o menor medida y por un motivo más o menos sólido a ojos de los demás. Sin ir más lejos, yo me despierto siempre desganado, inapetente y sin demasiadas ganas de nada. Miro la agenda, pienso en lo que se me viene encima y simplemente siento miedo, nervios y esa tensión tan particular que da la responsabilidad sin herramientas. Repto triste hasta la ducha y allí, con el agua y la actividad incipiente, se me empieza a templar el día. Cuando, por fin, salgo a la calle, la tristeza comienza a desaparecer. Respiro el aire, olfateo otoños y, de algún modo, me siento conectado a todas las personas con las que me cruzo y que ocultan tras sus ojos tristeza, problemas y miserias. Todos somos humanos, y eso, indefectiblemente, duele. Supongo que se aprende a vivir con ello y, a pesar de todo, me considero una persona feliz veintitrés horas al día.

No siempre fue así. En momentos de mi vida he pasado por problemas de ansiedad graves que, como suele suceder en esos casos, acaban en depresión. Quien nunca haya pasado por ello no puede hacerse una idea de a qué me refiero. Tener ansiedad no es ser muy nervioso. Y tener depresión no es estar tristón. Es otra liga. Cuando la ansiedad se torna en trastorno de angustia, el mundo es un lugar insoportable y aterrador. Fue hace ya muchos años, e, igual que vino, se fue. Aunque, en realidad, la ansiedad nunca se va del todo y siempre se queda al fondo, en algún lugar entre el cuello y los ojos, saludándote con la mano como diciéndote que ahí sigue y que el día menos pensado vuelve la fiesta. Mucho después pasé por problemas derivados de un divorcio. Bueno, más bien derivados de la situación de indefensión que implica ser hombre en este tipo de procesos. Hay cientos de miles de suicidios de varones cada año por este motivo y no importan una mierda porque no son mujeres. No fue mi caso. Se pasó y soy un tipo feliz, sin entrar en detalles.

Casi todo el mundo, a lo largo de su vida, va a pasar por problemas de este tipo. Algunos de modo leve, otros más grave y, algunos, patológico. Y, además, existe todo un catálogo de bolitas genéticas que te pueden tocar o no en la lotería. Hay médicos, hay tratamientos y suele haber soluciones. La sociedad debemos apoyar, no estigmatizar y entender que igual que se te rompe un menisco se te puede romper algo por dentro.

Pero lo que no podemos es patologizar la tristeza y hacer creer a la juventud que la vida es bienestar y, lo contrario, la excepción. No es así. Sufrir es normal. El bienestar es la excepción. Sufrir no es una enfermedad, es consecuencia de la vida. Hay que enseñarles a frustrarse, a que nunca se suele tener lo que uno quiere y que todo lo que llega, si llega, es fruto del esfuerzo. Y no solo del esfuerzo, pero, desde luego, sin esfuerzo te puedes ir olvidando. Un esfuerzo brutal, constante, sin tregua. Hay que explicar que lo normal es perder y que fracasar es algo inevitable ante lo cual sólo queda una salida que es, por supuesto, seguir fracasando una y otra vez. Porque lo que llamamos fracaso quizá sea sólo la vida. Que no pasa nada por llorar, no pasa nada por intentarlo y no conseguirlo, no pasa nada por no ser el mejor, no pasa nada por no llegar al mundo rosa de las redes y que hay que ser mucho más duro. Nadie está contento con su físico, nadie tiene esas casas, nadie vive tan feliz. No se puede aspirar a ganar sueldazos y menos al principio. Nuestra generación lo tenía asumido. Mis padres se casaron y solo tenían una habitación con derecho a cocina. Y ni lloriqueaban ni culpaban a nadie.

El otro día leía en El País a una chica que se quejaba de que con la beca no le daba para vivir y tenía que ponerse a trabajar. ¡Pues claro! ¡Eso hemos hecho todos! ¡Esa es la vida real! Hay que bajar las expectativas y subir el umbral de sufrimiento, meter plato grande y piñón pequeño, apagar las redes y escuchar de nuevo a los abuelos. Solo así seremos capaces de distinguir un enfermo mental de un niño caprichoso. Y, de paso, distinguir la vida real del delirio. Y sacar así, poco a poco, la basura que les han metido en la cabeza.

(Esta columna se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 27 de octubre de 2022. Disponible haciendo clic aquí).

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