No termino de entender esa pulsión que siente la derecha por fustigarse con los Goya año tras año. Es una pulsión enfermiza y adictiva, una relación magnética que nos atrae como la luna a las mareas o el Madrid a las Copas de Europa. Algo que nos empuja de modo irremediable al mal, como Sauron llevándonos en volandas hacia el Monte del Destino o las sirenas cantándole a Ulises una de Serrat. Son relaciones tóxicas y enfermizas que aparecen como súcubos en una alucinación hipnagógica y ante las que la voluntad no sirve de nada, porque excede lo racional para entrar en el terreno del instinto. Es la misma pulsión –y toda pulsión es de muerte– que nos empujaba los domingos a La Sexta hace diez años para ver aquellas entrevistas a Iglesias que nos dejaban los pelos como para colgar chorizos de Cantimpalos. Es una especie de maltrato autoinfligido, una tortura absurda, el BDSM de la intelectualidad. Y todo a cambio de nada, que es lo peor. Es la derechita faquir, la derecha que usa el mando como una cuchilla, la derecha autolítica que siente la llamada de la selva y se entrega, poseída, al éxtasis del placer culpable, a la apoteosis de la vergüenza ajena. Sabemos lo que hay y no tenemos ninguna esperanza de que este año la cosa cambie, pero no podemos evitarlo: nos comemos la alfombra roja, las tres horas de gala, las crónicas, el ranking de los peores vestidos, las gilipolleces de Fidel el de ‘Aída’, las pullitas y hasta Jordi Évole. Hasta que todos acabamos enfadados, indignados y de mala leche y ya podemos ir a la cama contentos, con el tensiómetro pidiendo paz y valeriana.

Yo creo que la izquierda sabe bien esto y hace lo que hace porque no quiere defraudar. Saben que estamos ahí, debajo de la manta, con media pizza fría en la mesa y la boca como el túnel de un tren de los Cantabria a la espera de una nueva gilipollez. Y esperamos muchísimo de ellos. Por eso, si no rozan el ridículo cada veinte minutillos no es suficiente. Y siempre dan más, siempre cabe un poquito más de sectarismo, un poco más de demagogia, siempre una vuelta de tuerca más al argumento facilón, infantil y miserable. Nos encanta sufrir, no hay otra explicación. Pero si algo hay que me sorprende especialmente es que, después de verse, se sigan llamando a sí mismos «la gente de la Cultura». Que no negaré yo que el cine sea cultura, pero vamos, que a algunos no les vendría mal leerse un par de libros y pisar un museo. Y que algo tendrán que decir los pintores, los escultores o los poetas. No oigo hablar en nombre de ‘la Cultura’ a escritores, filósofos e historiadores. Ni a la fotografía, a la arquitectura o la tauromaquia. Y yo me empiezo a cansar de este monopolio de la Cultura –y del ridículo– por parte de quienes la instrumentalizan, como dando a entender que quien clama contra la derecha no es la izquierda sino la Cultura, toda la Cultura. Los listos. Pues si estos son los listos, que Dios nos pille confesados. Que la penitencia, visto lo visto, ya nos la ponemos solitos.

(Esta columna se publicó originalmente en ABC el 13 de febrero de 2023. Disponible haciendo clic aquí).

Anuncio publicitario