Águeda Muñoz tiene solo 23 años, pero es difícil aguantarle la mirada. Mira como miran los que están acostumbrados a ganar y, por lo tanto, a sufrir. Porque, desde luego, yo no sé si habrá muchos oficios más duros que el de que se dedica profesionalmente al medio fondo, a correr 1500 metros una vez tras otra, en un esprint desquiciante que no termina nunca y que te hace vivir constantemente en el límite de tus propias capacidades. Pero es más duro aún si ese oficio te lleva acompañando desde pequeña y es la base de tu formación, de tu manera de ver el mundo: competir, mejorar, resistir. Entrenamiento, disciplina, esfuerzo. Un día tras otro, sin descanso. Año tras año. ¿Cómo no se le va a notar en la mirada? ¿Cómo va a mirarte Águeda con la ingenuidad del que vive lloriqueando y viendo TikToks en un sofá? Águeda es segoviana, claro. No sé si de Zamarramala, pero, desde luego, llamarse así y ser de Segovia nos lleva necesariamente a ese episodio de la historia en el que las ‘zamarriegas’ se ganaron el derecho a mandar tras entretener a los moriscos del Alcázar mientras los suyos tomaban la fortaleza. Yo creo que, por eso, cuando hablas con ella, te observa con cierta dureza, con mucha seguridad en sí misma y con un punto de frialdad, como si estuviera buscando tu punto débil, todo formara parte de un plan y, en realidad, estuviera pensando cuándo va a lanzar el ataque definitivo. El derecho a mandar de Águeda. 

Ella estudia logopedia en Madrid y es una de las grandes promesas del deporte español que entrena diariamente en este Centro de Alto Rendimiento del Consejo Superior de Deportes, que es un universo propio, un ecosistema cerrado en el que la élite de los deportistas jóvenes estudia, entrena y vive. El Centro es, aparentemente, un pequeño caos en un centrifugado constante. Pero solo aparentemente. Detrás del trampantojo del desastre hay una disciplina absoluta, un orden milimétrico, un plan trazado para cada individuo. Por eso, si te fijas bien, tras esos alumnos que salen corriendo de clase de biología como si fueran un chaval más, está el sueño de un deportista ordenado y con rutinas férreas. Y, paradójicamente, la suma de rutinas de todos no da como resultante la rutina total sino una total desbandada de vencejos. Dicen sus profesores – hay chavales desde los catorce años- que son más maduros, más responsables y más disciplinados que sus compañeros no deportistas. Pero como para no serlo. No solo tienen las mismas clases que cualquier persona de su edad, sino que, además, entrenan ocho horas al día con el sueño de representar a su país en los Europeos, los Mundiales o los Juegos Olímpicos que se celebrarán en París el año que viene. Pero, sobre todo, luchan contra ellos mismos y sus limitaciones. Vemos a gente de bádminton, de gimnasia rítmica, artística y de esgrima. Uno de ellos, Santiago Madrigal de Rioja, otra de las grandes promesas del deporte español. Tiene 19 años y es largo y fino, algo a medio camino entre un alférez de caballería en la Francia de Luis XIV y el bajista de un grupo de punk-rock de algún lugar de California. Dice que aún le faltan quince o veinte años para llegar a su mejor momento como tirador. Sabe que el ‘peak’ de su carrera llegará pasados los 35 y, por eso, mira la vida como lo que es, como un camino que, en su caso, tiene un plan trazado que le hace vivir cada día con la mirada puesta en un futuro que es una diana. Por ello hay en él algo de arte marcial, un punto de disciplina con sonrisa y un saber estar extraño en una persona de su edad. Habla con tranquilidad, con una sensatez apabullante y con una educación como de novela de Pérez Reverte, como si de verdad la esgrima no fuera para él un deporte sino una manera de ver la vida. Los códigos, el honor, la elegancia, ya saben. Le veo en un gimnasio que comparten todos los deportistas del Centro y solo de verles me siento cansado. No es este un gimnasio como el suyo, querido lector: aquí no hay hombres con barriga escuchando un podcast encima de una cinta, no hay chavales sin pelo en los occipitales levantando peso delante de una chica mona ni tampoco jubiladas haciendo zumba. Esto es otra cosa, exigencia extrema, series durísimas, entrenadores personales analizando la biomecánica y una especie de Torre de Babel, no solo de deportes sino también de acentos. Se oye ruso -al menos parece ruso-, inglés y francés. Se ve lenguaje de signos e incluso un perro guía esperando en la piscina a que su dueña termine de entrenar. 

Una de esas atletas es María Delgado Nadal, que tiene 25 años, discapacidad visual y que compite en natación adaptada. Es de Zaragoza y no solo nada como una sirena: también habla como una catedrática. Desde 2016 tiene la medalla de la Real Orden del Mérito Deportivo y, desde 2017, el diploma al Mérito Deportivo de la ciudad de Zaragoza. Además, dos medallas olímpicas, ocho medallas en mundiales, diez en europeos y dos records del mundo. Casi nada. Y, sin embargo, al igual que sus compañeros, habla con el aplomo y la serenidad de quien se dedicara a dar conferencias magistrales cada mañana. Lleva casi diez años fuera de su casa y se nota que sus valores y sus cimientos son firmes, que el deporte ha sido una escuela de vida, que su exigencia es máxima y que rehúye de toda lástima por su discapacidad. María es una deportista más. Bueno, no. En realidad, es una de las nadadoras más laureadas de nuestro país, lo que no hace de ella ‘una más’, sino, en todo caso, una de las mejores. Y además le da tiempo para estudiar y para haberse sacado ya un Grado. De verdad que salgo de aquí pensando a qué habré dedicado yo mi vida, cuánto tiempo habré perdido y cómo sería un Centro de Alto Rendimiento para columnistas. Rápidamente me lo quito de la cabeza pensando en un sitio con muchos bares y me encuentro con Juan de la Torre ‘Xak’. 

Tiene 35 años, es cordobés y hace ‘break dance’, o ‘breaking’, deporte que debutará como disciplina olímpica en Paris 2024. ‘Xak’ es abogado, pero colgó la toga para dedicarse en exclusiva al deporte. Y ahora es un ‘b-boy’. Pero, para acabar con todos los tópicos, muestra una educación y una solvencia intelectual que, desde mis prejuicios, no esperaba. Le veo entrenar con ese ‘hip-hop’ a todo volumen, observo cómo calienta, la seriedad con la que afronta cada día y pienso que, en realidad, no se diferencia mucho de la gimnasia rítmica o de la natación sincronizada: una mezcla de exigencia física, mental y artística, pero adaptada a formatos actuales. ‘Xak’ es de los mejores del mundo en lo suyo y viste con un gorro de lana que es ya parte del personaje. Y quien dude de que esto es un deporte, debería saber que dedica diariamente tres horas solo para la parte técnica. Dos días a la semana a la parte de resistencia para soportar el desgaste brutal de tantas pruebas en los dos días que dura la competición y otros dos para trabajar la fuerza que le permita soportar movimientos tan lesivos. Curiosamente, todo cambia cuando habla. Y esa lesividad se vuelve armonía, dulzura y tranquilidad. ‘Xak’ genera confianza y, en cierto modo, paz.

Y yo no tengo ni la más remota idea de cómo será el deporte en el futuro. Sospecho que hablaremos de sostenibilidad, de gamificación o de e-sports. De tecnología, de biomecánica, de modelos de negocio y de patrocinios. Quizá tome más relevancia el deporte femenino y el adaptado. Pero, en cualquier caso, mientras tengamos gente como ellos, mientras haya personas que dediquen su vida a dar la mejor versión de sí mismos y, además, lo hagan con un poso personal y una madurez como las que he visto, me temo que vamos por el buen camino. Es este un lugar especial. Y, desde luego, estos cuatro chavales ya son mis ídolos. Y algo me dice que los próximos JJOO no me los voy a pasar haciendo zapping como siempre, sino, más bien sin uñas y con el corazón encogido.

(Este texto se publicó originalmente el 21 de marzo de 2023 en el ‘Especial 120 años de ABC: Defender el futuro’).

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