
Lucía nació el día de más calor de 2010. Supongo que ni en eso quiso Dios darme una tregua, qué sé yo, una de esas borrascas con nombre de ‘hooligan’ del Liverpool que entran por el Atlántico para aliviar el papelón. No hubo suerte: tocó parto con bochorno. De camino al hospital me encontré con Rafael de Paula como a quien se le aparece la Virgen y quise ver en ello algo premonitorio, un padrinazgo kármico e intenté convencer a la madre para cambiarle el nombre y llamarla Paula. Ella me miró como miran las mujeres que van a parir a los padres que, en lugar de contracciones, cuentan Puertas Grandes. Y sin entrar en detalles, nació.
Aquella noche la pasó en mis brazos. Le dije cosas tan bonitas que no se pueden reproducir aquí y me acostumbré a su manera de llorar mientras la intentaba consolar rozando mi nariz en su mejilla rosa. Cuando, por la mañana, se la llevaron para asearla distinguí perfectamente su llanto entre decenas y se lo hice saber a la enfermera: «Qué curiosa es la vida. Apenas unas horas juntos y ya sé cuál de todos esos llantos es el de mi hija», a lo que me respondió que «efectivamente, es algo curiosísimo porque su hija es la única de todos que no ha llorado». Pasaron los meses y no me despegué de ella más que por imperativo laboral hasta que, inexorablemente, el permiso materno terminó y una mañana de enero la dejé en la guardería como quien deja a un cadete en la batalla de Stalingrado. Me sentí un traidor, un león que en lugar de proteger a su cachorro se lo entregara a las hienas. Ese día no pude ni trabajar.
Poco después nuestra vida cambió, por motivos que no vienen a cuento. Una crisis, un divorcio y una custodia compartida sin las que las cosas entre mi hija y yo nunca habrían sido iguales. Aquello me permitió criarla con una entrega absoluta y poder dar todo lo que tenía. Ahora entiendo que los regalos a veces vienen tan mal envueltos que parecen otra cosa. En cualquier caso, he tenido la fortuna de haber podido ser el padre más dedicado de España.
Ya tiene casi 13 y empieza a mirarme de otra manera. Sé que ocupo otro lugar en su vida y ya no me necesita tanto. Pero todo ha sido muy rápido y empiezo a sentirme culpable por no tener que estar cada día a su lado como antes, cambiando pañales, montando guardia junto a la cama, intentando trenzas imposibles. Y, ayer, escuchando a Garci, con un Dry Martini en la mano, no pude evitar preguntarme si algún día ella podrá decir de mí lo que José Luis dice de sus padres: «Gracias por regalarme una infancia tan maravillosa, por dejarme oír la radio a todas horas, por comprarme cada semana un librito (…), por no enfadaros nunca cuando me sorprendíais jugando a las chapas en el comedor o transformando las pinzas de la ropa en Colts 45, por los miles de tebeos, sobres de cromos y cartuchos de pipas y, claro, por haberme llevado a todos los programas dobles de los cines de barrio». Capto el mensaje. Hoy, que tú empiezas a volar, es buen día para pensar en recuperar mis alas.
(Esta columna se publicó en ABC el 15 de abril de 2023. El lector avezado habrá intuido un homenaje a ‘Del Martini al meconio’, de David Gistau. Disponible haciendo clic aquí)