
José María no era un suicida vocacional, la afición le vino ya de mayor. Una serie de desencantos en cadena le hicieron ir perdiendo paulatinamente la ilusión por la vida. Sobre todo, por la vida artística, que era la que más le importaba. Porque José María era un artista ‘indie’, un moderno de los pies a la cabeza. En años anteriores había formado parte de grupos como ‘Humble Mirinda’ o ‘The Overrated’ con los que, lamentablemente, no llegó a obtener ningún éxito. Tampoco ningún fracaso, la verdad. Fue mucho peor: solo indiferencia, silencio y un desinterés generalizado. Aquellas experiencias le hicieron llegar a la conclusión de que una vida que se apagara lentamente —pongamos que entre el Parkinson y la diabetes— era un poco vulgar, convencional, mediocre. Una muerte como de otro siglo, vaya. Demasiado ‘random’. Y demasiado poco artista. Por eso, había decidido que su vida acabaría, pero cuando lo quisiera él y no la naturaleza. Se cambió entonces el nombre por James W. Rochefort, más exclusivo, aunque algo snob. En cualquier caso, sonaba bien y, desde luego, no es lo mismo «Aquí yace José María: indie y de Malasaña» que «Here lies the corpse of our beloved and tortured brother James W. Rochefort». Nada que ver.
Había decidido irse a los 28, como los grandes, pero en su caso sin un motivo, para no caer en la excesiva intensidad
Había decidido irse a los 28, como los grandes, pero en su caso sin un motivo, para no caer en la excesiva intensidad. Un suicidio con motivo era, para él, como un solo de guitarra, una figura arcaica que nada aportaba a la muerte de un verdadero artista. Así que solo faltaba decidir fecha. El motivo se lo dejaría al rumor, siempre podrían inventarse una mala mujer, deudas de juego o un duelo por honor. Y James W. aprovechó para dejar su trabajo, no tenía sentido seguir madrugando. Y esa decisión le hizo feliz. Un amigo, también de Malasaña, le dijo que le veía muy bien, más gordo, y que cada día se parecía más a un tío suyo. Lo de tener buen aspecto le gustó. Lo del tío, no, así que se cambió el ‘look’ y copió la barba a Larra. Luego, metido ya en harina suicida, devoró la obra de Hemingway y de Virginia Woolf, se estudió a Alfonsina Storni, compró barbitúricos y una pistola, y se puso a vivir sin más, como un niño sin miedo a nada. Lo peor que le podía pasar era morirse, pero eso era justo lo que buscaba, así que ‘all in’, a ser feliz, mientras encontraba una buena causa para ser infeliz y un biógrafo a la altura de su leyenda. José María era el Quijote de los suicidas.
La cosa marchaba porque al no haber motivo tampoco había guion y se sentía cada vez más cómodo. Y sucedió que, para sorpresa nuestra y desgracia suya, comenzaba a ser feliz. Hacía cosas que jamás imaginó como vivir de hotel en hotel o leer a Benedetti. El miedo a morir se fue disipando y dejó paso a un ‘spleen’ inverso que le hacía amar la vida y sus pequeñas cosas. Se dio cuenta de que el mundo era en realidad una maravilla que contemplar con asombro, un sitio de una belleza inabarcable llena de milagros. Cuando le hacía falta dinero, atracaba bancos sin miedo a ser abatido o se iba de los restaurantes sin pagar. Bebía demasiado y se drogaba sin temor. Dormía hasta tarde y le daba igual dónde. A veces debajo de un pino, a veces en un hotel de cinco estrellas.
Y nunca pasaba nada. Jamás pensó que vivir fuera algo tan sencillo. Nada importaba demasiado, en realidad y, por ello, nuestro querido James W. se estaba convirtiendo en un hombre libre. Y, a medida que se liberaba, el personaje iba creciendo. Visto desde fuera parecía una nueva especie de hombre, el primero de una raza, el superhombre de Niestzche, algo a medio camino entre un ‘hippie’ y un nuevo romántico. Como William Blake, pero en imbécil.
Aire ‘lovecraftiano’
El aire ‘lovecraftiano’ le ayudaba a ligar, así que llegaron las mujeres y su deseo, los hombres y su admiración, las noches inolvidables, los bares buenos y el whisky caro. Una cosa llevaba a la otra y nunca era buen momento para dar el paso, todo se podía posponer buscando una causa más grave y algo más de fama. La nota de suicidio iba camino de novela, y los editores la querían comprar siempre que se comprometía a suicidarse, claro. Una nota de suicidio de un artista vivo es una gilipollez que aún no se le ha ocurrido a ningún moderno, así que James W. quería aceptar a toda costa. Al fin y al cabo, las condiciones le daban igual porque no iba a estar para disfrutarlo. Y no había herederos. Él fantaseaba con el lugar, uno no puede suicidarse un martes por la tarde, así, como si nada, con el rosco de Pasapalabra en la tele. Así que acordó con el editor una muerte teatral, bien pensada. Era feliz: su suicidio iba a ser todo un éxito.
Llegó la noche final. Pidió intimidad a los presentes, que no paraban de dar voces, con la prensa apurando sus crónicas. Las señoras pedían la hora, se les hacía tarde. Les parecía muy informal llegar tarde a por los niños por un suicida que iba en plan estrellita.
—Bueno, ¿se suicida o qué?
—Un poquito de silencio, señoras, que ya va.
—Desde luego, este chico tiene que llamar la atención hasta para morirse.
Pero James W. no apretó el gatillo. Sintió que aún no era el momento. Le debía algo más al personaje, a la gloria, al ‘manager’ y al editor. Habría que esperar.
La prensa dijo que muy flojo, las viejas que muy tarde, sus amigos que muy pronto y el camarero que muy barato. Salió del camerino y prometió a los presentes vivir como un verdadero artista, arriesgando todo lo posible y mirándolo todo por primera vez. Los sonidos eran de martes por la tarde, los coches pitaban porque obstaculizaba la calle y le salpicaron los charcos de Madrid. No acudieron los ‘Humble Mirinda’ ni ‘The Overrated’. Comenzaba su verdadera historia, ese viaje sin ensayo. Porque José María nunca era un suicida vocacional. Muy al contrario, la afición le vino ya de mayor. (Continuará…)
(Este texto forma parte de la serie ‘Todas las muertes de James W.’, publicado en ABC Cultural el 15 de abril de 2023. Disponible haciendo clic aquí).