
Devuelto el asno con los suyos y ya de nuevo en Madrid, José María trató de asimilar lo sucedido. Subía ensimismado por la calle Atocha pensando en el éxito cuando, a la altura de la iglesia de San Sebastián comenzó a intuir que, de algún modo, siempre que intentaba triunfar, el mundo le devolvía un tortazo,un sonoro fracaso, una tanda de flechas con la trayectoria elíptica de un boomerang. En cambio, cuando intentaba emular una derrota, provocar un fracaso ejemplar y ejemplarizante, digamos que algo así como un homenaje a cualquier desdicha, lo que le devolvía la vida era un éxito, el saldo positivo de un balance kármico. «¡Qué curioso mundo este, que me obsequia con la mayor felicidad cuando me entrego por completo a la pena! ¡Qué extraño destino el del que ha de buscar desdicha para encontrar algo de alegría!».
José María le daba vueltas a su futuro incierto y al modo en el que se sucedían últimamente los acontecimientos, intentando llegar a alguna conclusión cierta, cuando, en la Plaza de Jacinto Benavente comenzó a escuchar sonidos de batucadas, a ver un ir y venir de gente con banderas rojas y a percibir un extraño ambiente festivo. Pensó que se trataba de un evento deportivo, pero rápidamente cayó en la cuenta de que era 1 de mayo y, que lo que llenaba en realidad la plaza era un grupo de sindicalistas caminado hacia Sol, lugar donde comenzaría en breve una manifestación con algo más de folklore que de reivindicación.
José María siempre había pesado que un sindicato era algo antinatural. «Si algún día tengo un hijo y quiere ser músico, lo entenderé. Pero si quiere ser crítico musical, me empezaré a preocupar, porque no es una vocación natural, el crítico es un artista frustrado, un antiartista. Ser crítico presupone haber querido ser artista y no haberlo logrado. El creador crea, pero el crítico, incapaz de ello, destruye. Y nadie nace con esa pulsión subsidiaria, no hay vocaciones vicarias. Por eso, si mi hijo quiere ser empresario, lo entenderé, pero si quiere ser sindicalista, que es el crítico del mundo de la empresa, me preocuparé mucho. Porque los niños quieren soñar. Los niños no quieren ser sindicalistas».
«Los niños no quieren ser sindicalistas», repetía una y otra vez. «Joder, qué bueno». Ahí había algo, definitivamente. Y ya en Carretas se le ocurrió una intervención genial, algo que, sin duda, daría de qué hablar. Era peligroso, pero qué más daba, en realidad ya había aprendido que jugarse la vida era la única manera de salvarla. Así que se fue al lugar exacto en el que mataron a Canalejas y allí se hizo con un enorme tablero abandonado. José María sentía cómo se transformaba en James W. y a las doce en punto allí se colocó, agachado, encorvado, con sus cervicales entregadas mientras sostenía por encima aquel madero recto. Era un hombre soportando un pedestal, una especie de Atlas que, en lugar del mundo, soportaba el peso de la peana, es decir, del éxito ajeno. ¿Y cómo llamar a un tío que sostiene una peana? Pues ‘Monumento al obrero’, claro, en homenaje a Perich. Así que allí abajo se puso él, desdibujado el hombre, anulada la identidad, aprisionado el ingenio, contraído el arte, aplastado el ego y hecho un amasijo el talento para convertirse solo en un podio, en un soporte humilde para sostener los laureles de otros. Y allí, con la espalda doblada como un costalero se puso a gritar: «¡Liberaos, obreros del mundo! ¡Solo el arte os salvará! ¡Son las musas y no el sindicato lo que os hará libres! ¡Esta es la manera en la que el arte os homenajea aquí hoy, mundo proletario, esta es la oda del genio al trabajador, esta es la única manera que os dará el mundo para soltaros de vuestras cadenas y alcanzar la aristocracia! ¡Subid aquí, proletarios, que el arte os sostenga!».
Pero ninguno quiso ser liberado. Nadie se unió a una reivindicación tan pura ni entendió la belleza que subyace en aquel que entiende el arte como liberador de sueños. Nadie le agradeció su servicio al mundo obrero ni supo entender que a medida que el artista libremente se modela, queda modelada la libertad del hombre. Muy al contrario, se reían de él y le apuntaban con el dedo. Y los presentes se subían sin excepción encima del monumento en el que James W. se había convertido. Y saltaban en lo que creían un trampolín, y le hacían retorcerse de dolor mientras explotaban al hombre-zócalo.
Pero no para ser libres, como él quería, sino para hundir a su liberador, para reafirmar las cadenas que les ataban a la angustia de los lunes. Y todos hicieron cola esperando su turno para fotografiarse encima del tablón haciendo la ‘uve’ de ‘Victoria’ con los dedos. Y James W. entendió de repente que los manifestantes de Sol no querían acabar con la correa,sino que se conformaban con una lo suficientemente larga como para no tener que ver la mano de su amo. Y, con el cuello roto por el peso de los presentes, James W. entendió que, quizá, el único obrero presente aquella mañana en Sol, había sido precisamente él. (Continuará)
(Este texto forma parte de la serie ‘Todas las muertes de James W.’, publicado en ABC Cultural el 29 de abril de 2023. Disponible haciendo clic aquí).