
Si ese saludo con el capote lo llego a ver yo en la plaza, directamente me tiro al albero, recojo los trastos yo mismo, le robo las llaves a un Maestrante, abro la Puerta del Príncipe, le cargo a hombros como al Cachorro, me lo llevo hasta el Ventura y le convenzo allí para que deje el toreo para siempre porque ya da todo igual, el sueño se ha hecho carne, Sevilla era Ítaca y ya hemos llegado.
Lamentablemente, yo no estaba en la plaza. Es más, ni siquiera lo vi por la televisión. Esa es la verdad: yo, que me he recorrido España viendo a José, yo que he malgastado los últimos veinte años de mi vida haciendo penitencia y defendiendo lo indefendible; yo, que cuando me preguntan quién torea siempre respondo que «Morante y otros dos»; yo, que junto a Juan Diego, Daniel y Picón he respondido con aplausos a todas las broncas, pitos y almohadillas que le hemos visto sufrir –y son muchas– y que, de hecho, las hemos afrontado como si nos insultaran a nosotros mismos; yo que me he jugado agresiones físicas por dar la cara por el Maestro en lugares inverosímiles; yo, que, desde Valladolid, me fui hasta la Puebla del Río a comer con Morante un día de San Sebastián porque me lo había conseguido Enrique Lora y acabé volviéndome sin verle porque se le olvidó; yo, que a mi primer hijo varón lo pienso llamar Lili y que en la ducha le canto coplas a Sánchez Araujo; yo, que desde el Altozano, Triana, le brindo esta tanda de puntos y comas a Altozano, Gonzalo; yo, que he escrito tratados de psicoanálisis morantista mientras esperaba el milagro, la epíclesis del genio, la transubstanciación del arte y la efusión del espíritu del vino, me encontraba analizando el columnismo español en el Círculo de Bellas Artes junto a Ángel Antonio, Cuartango y Belmonte mientras José Antonio Morante de la Puebla cortaba un rabo en la Maestranza.
¡Oh, ‘mondo cane’! ¡Ah, destino cruel! ‘Fatumfatis ego perea’. Acepto mi sino fatal, como un senequista de resaca. Me lo he perdido. Y cuando por fin lo he visto, ya me sabía el final, fue un ‘spoiler’ patético que bloqueaba el sentimiento y los lagrimales. Aunque, en realidad, creo que no hay nada más morantista que perderse la gloria; nada más artista que ensañarse en la pérdida; nada más puro que encadenarse al iPad en una huelga de hambre y triunfos para ver una y otra vez la tercera tafallera –que aún la está pegando– mientras recibo ‘whatsapps’ dándome la enhorabuena como si hubiera casado a mi hija o hubiera salido yo mismo por la puerta grande. Y es que, en realidad, así fue. El jueves triunfamos todos, nos encontramos los que toreamos la vida en paralelo, los que trazamos verónicas superpuestas, los que clavamos el mentón al pecho, los que bajamos las manos y soñamos embestidas que no llegan desde la fidelidad a nosotros mismos. El triunfo de Morante no es el triunfo de una persona sino de un estilo, de una manera de estar en el mundo y de entender la vida. Esa que se ausenta el día de la victoria del toreo, porque está toreando.
(Esta columna se publicó originalmente en ABC el 29 de abril de 2023. Disponible haciendo clic aquí).
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