Una cosa es que José María fuera un poco gilipollas y otra muy diferente que fuera tonto o malo. Nada de eso, José María era un buen tipo y, además, con una visión del mundo muy especial. Si atendiéramos a esa distinción tan primaria que hacen los psicoanalistas según la cual o eres un poco psicótico o un poco neurótico, José María era la única persona del mundo que era a la vez las dos cosas: no solo había perdido el contacto con la realidad para crearse una nueva, sino que, además, esa realidad paralela le generaba angustia. Es decir, su psicosis despertaba su neurosis, lo cual tenía a los psiquiatras desconcertados. Y de ahí venía seguramente su relación simbólica con el suicidio. A veces pienso que a quien quería matar en realidad era a su ‘yo’ artificial, a ese que sufría en el delirio. Pero, a pesar de todo, era listo y tenía buenas ideas, aunque las ejecutara de modo incompleto, precipitado o fallido. 

Podríamos decir que estaba a media hora de reflexión y a una semana de trabajo de hacer algo interesante. Pero claro, en ese caso ya no sería él, sería otra cosa, quizá un artista serio, quizá un artesano o puede que uno de esos funcionarios que pintan paisajes impresionistas en talleres vespertinos. El problema fundamental de José María era que, para él, su ‘su obra’ era instrumental, una especie de excusa. No era el objeto de su trabajo ni tampoco era su vida. Es decir, no le importaba en sí misma. Lo que él quería era fama, éxito, aplausos,reconocimiento, que lo pararan por la calle, que la gente se agolpara en la puerta de su camerino, que le solicitaran entrevistas en las que ser un poco maleducado.

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El problema fundamental de José María era que, para él, su ‘su obra’ era instrumental, una especie de excusa

Digamos que despreciaba la causa para entregarse por completo a la consecuencia y al camino más corto para llegar a ella, sin saber que ese camino siempre es el más largo, porque no es más que una rotonda que da vueltas alrededor de ti mismo. Y, por supuesto, no lleva a ninguna parte. Sus colegas de ‘Humble Mirinda’ se lo habían dicho mil veces: «la fama y el dinero llegan por la puerta de atrás. Si los buscas, no llegan. En cambio, si buscas ser muy bueno, acaban llegando». Él siempre asentía cuando se lo decían, pero le importaba una mierda porque despreciaba esa humildad impostada. Tenía claro que sus ideas valían la pena y los demás eran los equivocados, los que no estaban a su nivel, los que no entendían nada.

Los otros. Ese era el gran problema. Los otros —el infierno según Sartre—, que o no le oían o no le veían. Su obra era una botella que lanzaba cada mañana a un mar seco. Y un día, harto de la indiferencia, de la ceguera y de la sordera general, se dijo: «¿Qué hago bajo las circunstancias buscando que llegue una ola a este secarral? ¡Hay que ponerse por encima de ellas!». Y, en lugar de comprarse un megáfono, de buscar un mar caudaloso o de buscar las miradas apropiadas, hizo lo contrario. José María se pasó dos semanas buscando maniquíes, figuras humanoides que, sin ropa, parecían sacados de un cuadro de Giorgio de Chirico. 

Como su público

Adoptó a todos los descartados por las tiendas de Madrid. Se fue al Rastro, a los almacenes de los chinos en Alcorcón y paseó por los contenedores del centro. Hasta lograr trescientos figurines. Los había de todo tipo, de madera, de espuma, de plástico. Algunos no tenían cabeza y otros eran solo bustos. Había niños, embarazadas, hombres y mujeres, negros y blancos y hasta logró hacerse con piezas de partes de cuerpos: manos, pies, piernas y hasta orejas.

Y con todo ello se fue a la Sala Silikona, de Moratalaz, donde situó a los maniquíes como si fueran su público. Lo hizo minuciosamente. En primera fila los que tenían brazos, para poder levantárselos. Al final del todo, maniquíes de madres con sus hijos. En el medio, parejas, adultos, hombres solos y mutilados. Situó a algunos en el baño, otros haciendo una larga cola en la calle y hasta contrató a dos gorilas para vigilar la entrada y su propio camerino. Y cuando lo tuvo todo preparado, cuando todo estaba exactamente como el quería, salió al escenario y dio un concierto eléctrico y atronador a un público inerte que llenaba la sala en silencio. No hizo nada diferente a otras veces, solamente crear e interpretar para un público sordo y ciego. 

Pero esta vez no era la víctima sino el verdugo. «Ya que nadie se entera de nada y estoy creando arte para un gran vacío, al menos que sea visible mi desprecio. Prefiero crear arte también de su incomprensión». Fue algo muy impactante, una crítica absoluta a la incapacidad de la sociedad para mirar al arte y al artista. Un nuevo concepto que elevaba la soledad a disciplina artística y la crítica a poesía total. Pero, por supuesto, absolutamente nadie se enteró de aquello. Lo cual, contra todo pronóstico, no le puso triste sino contento. En el camerino, fumándose un puro, por una vez sintió que había ganado. (Continuará).

(Este texto forma parte de la serie ‘Todas las muertes de James W.’, publicado en ABC Cultural el 6 de mayo de 2023. Disponible haciendo clic aquí).

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