Ahora sé que no pude escribir antes porque aún no había recogido el dolor suficiente ni lo conocía tan de cerca. Me trasplanté de mi mismo, y entonces nací como escritor y el escritor nació de mí.
Sentía que tenía clara mi visión de las cosas hasta que me tocaba explicárselas a alguien mirándolo a los ojos. En ese momento sabía que mi visión no se entendía o se veía como la visión de un loco. Es la mirada del otro la que me hacía dudar de mi visión, sentía perfectamente que la persona que tenía frente a mi no estaba en la misma sintonía y cualquier gravedad en las certezas era vista como una consecuencia del dolor, no era pura sino poluta, llena de causas. Así fue como decidí hablar mirando a lo lejos, evitando miradas que me juzgaran a tiempo real y personas que me examinaran. Yo estaba buscando el sentido de la vida. No vivirla.
Por eso, sólo un escritor de verdad podrá entender lo que digo. Ahora que estoy inmerso en mi primera novela, siento que es muy parecido a correr un marathón: el mismo sufrimiento pero durante mucho más tiempo. En ambos casos, para nada. Cuando pasas el día entero trabajando y buscando cómo contar cosas ciertas, aunque sea sólo una frase pero verdadera; cuando pasas horas y horas en completa soledad intentando encontrar el tono y el estilo de un personaje que simboliza algo concreto; cuando tachas todo lo retórico por no ser cierto; cuando lees a otros para no leerte a ti y llamas a eso descanso; cuando te enfrascas en paisajes ilusorios o en conversaciones que nunca han tenido lugar y consultas a filósofos para desconectar de tu voz; cuando diferencias perfectamente los momentos en los que la novela deja de escribirse sola y eres tú quien lo escribe y –por lo tanto- ya no eres un médium que se limita a poner negro sobre blanco lo que quiere ser dicho sino un arrogante afectado de pacotilla; cuando todo se vuelve complejo, porque cuesta relacionarse con el mundo a no ser que sea para robar una frase a alguien y dársela a tu personaje; cuando eres escritor, en definitiva, vives toda tu vida escribiendo, sobre todo cuando no escribes.
Cuando todo eso pasa, en medio de toda esa soledad, viene algún mediocre a contarte alguna mentira o alguna vulgaridad retórica e insana y te contagia la mediocridad y pierdes el estilo y el tono de lo que estabas escribiendo para centrarte en una discusión estéril con algún idiota que no merece la pena y que, además, piensa que eres un mal escritor. Cuando ese sucede, sabes que es mejor aislarte en tu propio fango que ahogarse en los tonos de fangos ajenos.
Yo escribo. Y si tuviera el dinero suficiente dedicaría un año de mi vida a intentar ser Hemingway en el París de la Belle Epoque, a través del intento de dejar de ser yo mismo para ser un observador de la ciudad en la que viven los personajes a los que estuviera dando vida. No se puede ser tanta gente ni vivir tantas vidas siendo tan tú ni viviendo a ratos tu propia vida. Esto no es un juego.
Me encanta, a pesar de todo, ver la luz que alumbra el patio en medio de la noche porque significa que mi vecina ya está en casa, y eso era lo más cercano que tenía a no estar solo. Una pared marchita de un lado y brillante de otro separaba mucho más que un mundo, como las ventanas de Matisse. Pero mientras ella dormía, al menos ese rato, yo podía dejar de trabajar. Yo era mío. De hecho, todo Madrid y todo Londres eran míos y de mi novela. Esa era la señal: cuando eso sucedía, ya estaba permitido descansar. Al menos durante unas horas…