sabina

Ver a Sabina el día del Padre tiene mucho de psicoanalítico, habría que tirar por esa línea. Y más cuando ayer todos los padres dejamos en casa a nuestros hijos para rendirnos al maestro y a su crew. Y a Mara Barros. Madre mía, Mara. “Viva Huelva”. En las barras no se comentaba otra cosa. Esa mujer sería sexy aún vestida de arzobispo. Barras, por cierto, que no servían tanta cerveza desde la copa Korac de Sabonis. Aquello era una fiesta por todo lo alto. Y yo, que tenía preparada una crónica basada en conceptos como “intimista”, “madurez”, de repente me topo con uno de los grandes. Ahí estaba Sabina, de guardia civil y oro, a reventarlo todo desde el minuto uno y a dejarnos uno de los mejores conciertos que se recuerdan, un tesoro, un espejismo del que aún estoy recuperándome, un homenaje prematuro. Y mira que hemos visto a Sabina en directo… Pues no. Esto fue diferente. El flaco salió a porta gayola y juntó unas verónicas para la gloria a un público que tenía ganado desde que salimos de casa.

Porque Sabina junta. Sabina une. Sabina hace que la gente se abrace, se bese, se toque. Los amigos a sus amigos, los padres a sus hijos, los novios a sus novias y estas a sus amantes. Yo me abracé a un desconocido que me hacía los coros y a un bombón que me puso un bombín… Aunque Sabina, lo que sobre todo genera son muchas ganas de beber. Y después de haber bebido, de salir a la calle como un terrorista, entrar en el Mercadona rimando soda con boda y llevarte a la cajera a casa para pasar la mejor noche de tu vida. Noche que acabará mal, con una despedida precipitada y un recuerdo impermeable bajo esa lluvia de Hacendado que nunca dejará de caer. Y cosas así. Cosas que rimen con policía, con whisky, con primavera y con Madrid. Como por ejemplo atraco, tren, estación y abril. Cosas que rimen con Krahe, como Ángel González. Un minuto de silencio y seguimos.

Sabina siempre toca en casa, porque los Buenos Aires aparecen cuando se les invoca y ayer se masticaba en los billares que el Pucela iba el segundo en segunda y nos sentimos trovadores porteños, aceituneros de Jaén. Pucela fue el D.F., la Rondilla fue Lima, y Cantarranas, Lavapiés. Porque Sabina conquista a los conquistadores, los gana a los puntos y los deja cantando rancheras con mariachis. Todos hemos sido Sabina, y esa es su virtud. Que su nombre es el de todos los hombres. El ganador, el perdedor, el seductor y el seducido. Su nube negra es mía. Sus excesos, nuestros. Yo pongo el abandono y tú el ictus. Vuestros son sus sonetos, más valen ciento volando pintados de verde samurai y oro. Suya es la línea 1 de metro entre Tirso y Tribunal. Joaquín es el alcalde de Madrid, el perro andaluz, el novillero poeta, el maestro inalcanzable, la luz que entra por la ventana, la noche que brota del corazón. El macarra de salón. El gran poeta.

Por eso, “Ahora que…” estás vivo y coleando, maestro, pensaba en cuánto te vamos a echar de menos. Pero ayer me di cuenta de que no es el momento ni mucho menos. Joaquín, y esto es así, ayer dio un golpe en la mesa. Una faena técnica, un concierto de brega, de lucha acompañado de una cuadrilla de lujo. Cuando me dí cuenta, el nuevo testamento según Sabina se llegaba por un Apocalipsis en 500 noches delante de un rojo puticlub que lo impregnaba todo. Y cuanto más avanzaba el concierto, más fiesta. Un karaoke monumental. Una fiesta al multiculturalismo, una peregrinación a los últimos años de nuestras vidas, en los que Sabina ha puesto la banda sonora y muchas cosas más. Nunca jamás le podremos agradecer lo suficiente. Sin duda alguna, lo mejor del amor cuando Sabina son las palpitaciones destiladas.

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