«Si he podido reunir en mi pintura tanto el exterior, el mar, como el interior, es porque la atmósfera del paisaje y la de mi cuarto es la misma». Son palabras de Matisse acerca de ‘Ventana abierta en Collioure’ y podrían ser las mías acerca de la observación del artista en su hábitat natural, como Félix Rodríguez de la Fuente grabando en un zoo. Exhibiendo su plumaje, el pavo real asombra al resto de animalillos allí presentes, incluido un servidor, porque mi ventana tampoco separa nada. No hay frontera, ni sombras. Las mismas calles grises inundadas de lluvia y de asfalto que se confunden con el paisaje mental del escritor, son el ecosistema del pintor. Universos propios, obsesiones, el backline llevando la tónica. Eso es lo único que importa, la pasión desatada, la presencia neurótica del maniático mientras crea, la mirada del obsesivo, la repetición sistemática, pisar los mismos terrenos una y otra vez con la certeza de que son los únicos posibles.
Mientras tanto, el público a sus cosas, lo cual me encanta porque libera. El arte no le importa a nadie, y menos aún el artista, el escritor o la ventana. La decadencia del arte es su propia salvación. Buscar el fracaso implica la soberbia de auto reconocerse en el éxito. Tras la ventana hay obras (luces) que se disipan y otras que se quedan para siempre en la memoria, como al otro lado de la ventana. Lo demás, horrible: los artistas, la vida del siglo XXI, el postmodernismo, la adolescencia, el jueguecito, la prensa, los bares. Fue pueril pensar lo contrario. Los artistas son el castigo que tenemos que sufrir si queremos que haya arte.
En el cuadro de Matisse, se confunde interior y exterior, artista y naturaleza. Se funden los límites de su vida mental con los de la realidad pura y dura y la ventana borra toda frontera entre dos mundos que en realidad son el mismo. Es decir, no separa nada, como no lo separo yo. Hay ventanas (obras) para mirar hacia dentro y obras (ventanas) para mirar hacia fuera. Hay luces que iluminan y luces que ciegan. Nada diferente tampoco al interior desde el que escribo. Como Rothko, encuadrando el cuadro o como Hitchcock enmarcando el marco. El escritor enclaustra el arte, pero yo preferiría enclaustrar al artista y disecarlo. O disecar al público.
Todos deberían comenzar por escribir su biografía para después intentar cumplir la profecía autoimpuesta, o si no retirarse de antemano. La autobiografía siempre es ficción y la ficción siempre es autobiográfica, de eso no hay duda, pero lo peor no es el augurio sino el desenlace. Por eso he intentado escribir lo que pasa cuando no pasa nada, es decir, lo que pasa cuando pasa lo de siempre, es decir, todo, es decir, hipnosis tranquilas con marzo de fondo, aviones que caen mientras ríes, Goya posando para la Duquesa de Alba, Meninas pensando un poema para el pintor. Por la tarde, personajes de Chirbes sedados. Por la noche, personajes de Fitzgerald en una crisis epiléptica.
Vivir del arte, dicen. Quieren vivir la experiencia más extrema y salir indemnes de ella. Atisbar el infierno de lejos. Vivir del arte, dicen. Eso es imposible. Matisse murió dibujando. Cinco minutos antes de morir, pidió corregir no se qué vidriera. Supongo que ya no había exterior, solo interior. Interior febril, reumático, enfermo, agotado, pero interior (obra). Fuera, Niza. Y luz (obra). Matisse pintaba cinco minutos antes de morir. ¿Vivir de ello, dices? Morir, tal vez.